sábado, 21 de septiembre de 2013

Poemario: "Vacío"

Un gajo de estas palabras ya no está.
Es ceniza del tiempo,
hojarasca que la memoria
barre con el olvido.

Te acostumbraste a los juramentos
que flotan en tus labios
como vapores de levedad.
Me acostumbré a tu voz de esfinge,
vana, tiesa y quebradiza.

¿Recuerdas cuando amarme
era abandonarte al naufragio
de los años hasta que los días
se cierren como una mariposa
oscura de la noche?

Todavía puedo verme
antes del deshielo de tus caricias,
cuando tus besos eran de granito
y en tus manos cabía el magma
de este amor.

Yo, sentía mis ojos inflamados
de tu magia y de mi dicha.
Tú, eras el mármol donde
esculpía mis dudas
y nos protegíamos de mañana
y del latido de sus filos.

Te has vuelto carne
que gime en el vacío,
libre de la pesada palabra
que te ataba al misterio 
de nuestro largo, largo viaje.

La noche es fría,
como el abismo de mañana.
Ya no quedan dudas,
ya no quedan palabras.
Ya no queda el deseo.


© Hugo Morales Solá


sábado, 14 de septiembre de 2013

Famaillá: derrota, huida y muerte del general Juan Lavalle

La Batalla de Famaillá - (Del libro inédito "Historia de Famaillá")

La paz que, a comienzos de 1836, había impuesto el Protectorado del gobernador federal del Tucumán, Alejandro Heredia, sobre los gobiernos de Salta y Jujuy, que con su poderosa fuerza militar actuaba como un escudo a la vocación expansionista del régimen boliviano, vería muy pronto sus alas recortadas, otra vez: la amenaza de nuevos enfrentamientos armados que conmovían a todo el interior del país, en el marco de las guerras civiles que asolaban a la nueva nación de los argentinos. Las batallas seguían rondando a la geografía de la incipiente ciudad de los famaillenses. El Protector ya no estaba: Alejandro Heredia había sido asesinado en 1838 y el protectorado se había abierto en una diáspora de intentos de restablecer el orden unitario en cada una de las provincias, incluso en Tucumán, que oscilaba entre un tibio apoyo a la causa federal y algunos guiños al bando enemigo. El nuevo estado de las cosas despertó incluso las aspiraciones de Ibarra de suceder a Heredia al frente del gobierno regional, para lo cual llegó a negociar con estos gobiernos provinciales, hasta que el propio Rosas lo puso de nuevo en su lugar y lo obligó a renovar su lealtad a la causa de la Confederación Argentina.
  El jefe de la Confederación Argentina desconfiaba, en efecto, de los movimientos provinciales del norte y mandó a Gregorio Aráoz de Lamadrid para que restaurase el orden federal en esa región, cuya misión era tomar el gobierno de Tucumán, que parecía ser el epicentro del alzamiento antirrosista que soplaba en todas las provincias norteñas. Lo mandó con una fuerza militar que irá creciendo en su viaje, pero las tratativas de los gobernadores de Salta, Jujuy, La Rioja y Tucumán estaban avanzadas y pronto se conformó el Congreso de Agentes de los Gobiernos del Norte, de cuyo seno se institucionalizará la Liga del Norte que desafiará al poder de Juan Manuel de Rosas y desconocerá sus facultades de representación exterior de la Confederación Argentina, a la vez que tampoco lo reconocerá como gobernador de la provincia de Buenos Aires. La Liga del Norte dispuso de inmediato la formación de un ejército leal, para cuya organización y jefatura de sus operaciones militares se apresuró a ofrecerse el mismo Lamadrid, quien de inmediato dio vuelta su lealtad hacia los gobiernos unitarios del norte. Ante la falta de otro soldado con experiencia, al militar tucumano le fue confiada la nueva fuerza militar antirrosista. Mientras tanto, el comandante Celedonio Gutiérrez había decidido volver a su cuño federal y se refugió en Santiago del Estero para integrar a sus hombres a las filas de las tropas de Felipe Ibarra, que se mantenía firme en su fidelidad a Rosas, a pesar de las reincidente tentaciones unitarias para cooptarlo a la Liga del Norte. Juan Galo de Lavalle, por su lado, se preparaba para invadir Buenos Aires, luego de regresar de su exilio en Montevideo, y pidió la cooperación de las provincias del norte para que impidan que Córdoba acuda en auxilio del gobernador bonaerense.    
     “El sol ya pudre el cuerpo de Lavalle. Ya van tres días de marcha y en la retaguardia el implacable Oribe con sus lanzas. Aún quedan treinta y cinco leguas y cuatro días de marcha, y el espantoso olor del General podrido”. Ernesto Sábato describe descarnadamente la huída de la soldadesca sobreviviente del general Juan Galo de Lavalle, luego de su muerte. Escapan de las milicias implacables de la Confederación rosista, porque saben que no sólo peligran sus vidas sino sobre todo el cuerpo sin vida de su jefe, de quien quieren su cabeza para presentarla ante el gobernador supremo de Buenos Aires.

El fin

     Luego de su caída en Famaillá, Lavalle pudo ver el final. Había perdido la última batalla, de espaldas a los cerros espesos de vegetación, en la tierra más feraz que había conocido, después de la pampa húmeda. Jugó su destino a todo o nada, a matar o morir, como siempre había apostado en sus campañas militares, desde que había acompañado a San Martín como general de sus granaderos en la cruzada independista continental que lo llevó a luchar hasta Ecuador, como el héroe de Riobamba.
     Famaillá será el fin para él, sí, un final que se había abierto en la derrota de Quebracho Herrado. Le seguirá la batalla de Monte Grande, al pie de las montañas tucumanas, muy cerca del río Colorado, que más abajo recibe el desagüe generoso del Famaillá. La tragedia lo seguía y él huía. Cuántos años huyendo de sí mismo, en realidad, huyendo de aquella pesadilla que le oprime el alma desde hace tanto tiempo. Ahora mismo, en 1838, había vuelto de su exilio uruguayo, escoltado por un ejército de tropas francesas y unitarios refugiados en Montevideo, resuelto a derrocar a Juan Manuel de Rosas, como lo había hecho con Manuel Dorrego, a quien mandó fusilar en 1828, luego de deponerlo de su cargo de gobernador de Buenos Aires. Lavalle lo consideraba un traidor por haber pactado con Brasil la independencia de los territorios de la Banda Oriental del Uruguay que se habían perdido en un tratado diplomático firmado por Bernardino Rivadavia después de ganar la guerra con el imperio lituano, en su guerra, donde había peleado como en los mejores tiempos de la campaña de los Andes en los combates de Ituzaingó o Bacacay, por ejemplo. Bajo la presión económica y financiera de Inglaterra, el acuerdo diplomático que firmó Dorrego con las autoridades brasileñas permitía en agosto de 1828 que el Uruguay llegase a su independencia. No dudó, pues, en derrocarlo y ejecutarlo personalmente. El 1 de diciembre de ese año encabezó el golpe de Estado en contra del gobernador federal y se dejó llevar por el torrente de sus emociones y la nefasta influencia de las opiniones de los más ilustres dirigentes del unitarismo porteño, que habían fogoneado a la clase terrateniente bonaerense para retirarle el apoyo a Dorrego. El mandatario federalista estaba literalmente solo, rodeados de conspiraciones que lo habían acompañado desde el primer día de su gestión de gobierno. Salvador María del Carril fue la pluma que más debe haber pesado en la voluntad de Lavalle. "La prisión del General Dorrego es una circunstancia desagradable, lo conozco; ella lo pone a usted en un conflicto difícil -le escribe del Carril-. La disimulación en este caso después de ser injuriosa será perfectamente inútil al objeto que me propongo. Hablo del fusilamiento de Dorrego. Hemos estado de acuerdo en ella antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarla. Prescindamos del corazón en este caso. La Ley es que una revolución es un juego de azar, en la que se gana la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. Haciendo la aplicación de este principio, de una evidencia práctica, la cuestión me parece de fácil resolución. Si usted, general, la aborda así, a sangre fría, la decide; si no, yo habré importunado a usted; habré escrito inútilmente, y lo que es más sensible, habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza de la hidra, y no cortará usted las restantes. Nada queda en la República para un hombre de corazón. "
     Fatal influjo. Era apenas un oficial de 30 años, demasiada culpa para semejante peso de esa sentencia casi irresistible que supo utilizar las vehemencias y las emociones de un hombre sobre el cual hasta San Martín había dicho que era de un valor insuperable. Cuando volvió sobre los campos y los pueblos del interior de la provincia de Buenos Aires, diez años después, vio que la imagen de Dorrego seguía viva y tal vez con más fuerzas que la que tenía en su propia vida. Sintió de entrada el fracaso y la deserción de las tropas de lo que él llamaba el “Ejército libertador” que debía derrocar al “dictador”. Todo lo contrario: el pueblo sentía una adhesión total al gobierno de “Manuel”, como le llamaban sus enemigos a Rosas, a secas, casi con el desprecio de lo innombrable. Desde la ciudad porteña, sus dirigentes alucinaban otros horizontes, montados en la cresta de sus odios. Lavalle combatió en el Arroyo del Tala y luego retrocedió hasta los campos de Navarro, allí precisamente donde había fusilado a Dorrego. Sintió de nuevo una sensación inexplicable: una especie de remordimiento le aguijoneaba la cabeza como una pesadilla, era su voz ordenando a sus soldados que abriesen fuego sobre el gobernador depuesto. Ese desasosiego lo acompañará hasta el final de sus días. Entonces, decide marchar -¿huir?- hacia el norte, primero a la posta de Romero, en Santa Fe, donde había acordado un encuentro con Gregorio Aráoz de Lamadrid. Pero el granadero de San Martín sentía ya el asedio cercano de la persecución del general Manuel Oribe, un oficial uruguayo a quien Rosas le había confiado el mando del Ejército Confederado. El jefe federal hostigó a Lavalle hasta Quebracho Herrado, en el este cordobés, luego de que ambos generales unitarios se desencontraran en territorio santafesino. El enfrentamiento fue mortal para las huestes de Lavalle, que entre jinetes e infantes sumaban alrededor de 4.500 hombres, frente a 6.500 soldados confederados. La batalla comenzó al mediodía y se llevó unos 500 muertos unitarios y el traslado de unos 1200 prisioneros. No podía haber un final más trágico para el “ejército libertador” de Lavalle. Los federales sólo habían perdido 36 hombres, aunque sus soldados estaban exhaustos para emprender otra vez la persecución en contra de los fugitivos de Lavalle, que masivamente habían huido hacia la ciudad de Córdoba.
     Parecía que Oribe olfateaba el final de Lavalle y se ensañó en dar con sus huesos, a cualquier precio. Lo siguió de noche y de día, en el desierto y en la montaña: quería llevar la cabeza del general unitario y ofrendarla a los pies del todopoderoso gobernador bonaerense. Todo giraba en torno de una sombra que lo abrumaba. El recuerdo de Dorrego no lo dejaba en paz, martillaba su conciencia como si hubiese sido ayer. Era el mismo camarada de armas de tantas batallas, el compañero con el que compartiera las mismas pasiones por la independencia de la Argentina. ¡Cómo había podido hacerlo!
     Es que la eterna lucha que desangró a la Argentina inmediatamente después de su independencia pudo dividir y enfrentar a quienes estaban a favor del autogobierno de cada uno de los pueblos que la integraban, las Provincias Unidas del Sur, de aquellos que defendían la supremacía de Buenos Aires por sobre el poder del interior. El espíritu rebelde de Dorrego lo había encolumnado detrás de las banderas federales que encarnaba Juan Manuel de Rosas, mientras que Juan Galo de Lavalle y Gregorio Aráoz de Lamadrid lideraban la poderosa Liga del Norte, donde se refugiaban los gobiernos provinciales unitarios de esta región del país.
     Hasta que llegó el final. Después de la derrota de la batalla de Famaillá, el 19 de setiembre de 1841, para Lavalle sólo hubo huída y muerte y para la Liga del Norte el ocaso definitivo de su estrella. El general Manuel Oribe, en efecto, no se equivocaba con su ensañamiento por la cabeza de Lavalle: presentía que estaba muy cerca su final. Siguió sus pasos, después de Quebracho Herrado, hasta que lo alcanzó en Tucumán, donde se había hecho cargo de la guarnición del ejército de la Coalición del Norte que defendía a Tucumán, mientras Lamadrid invadía Cuyo con el resto de ese regimiento, como consecuencia de la reorganización militar que habían acometido juntos ambos jefes militares unitarios para intentar rehacerse luego de la caída de Quebracho Herrado. 

A matar o morir

     El jefe federal uruguayo, por su parte, estaba acampado en la orilla izquierda del río Famaillá. Allí se alistaba para emboscar el acantonamiento de Lavalle, que había elegido la zona de Negro Potrero para el descanso de su tropa. Pero fue él quien tomó primero la iniciativa y decidió ir presuroso al encuentro de Oribe para terminar de esta manera con el asedio rosista que se había iniciado en Rosario desde el año anterior. La villa de Famaillá, a todo esto, estaba casi deshabitada: los pobladores con sus familias habían corrido despavoridos a refugiarse en los faldeos de los cerros más cercanos, mientras que los soldados de la Liga del Norte incendiaban numerosas casas de hombres a quienes le acusaban de haberse alistados en las filas enemigas. Lavalle dispuso entonces que sus tropas se trasladasen hasta el vivac federal en la noche del 18 de setiembre. Llegaron a sus alrededores por atrás de las huestes de Oribe, cruzaron el río Famaillá y sobre el amanecer del 19 se prepararon para el enfrentamiento, a unos dos mil metros de distancia del cuartel de campaña que albergaba a 2200 hombres. Lavalle creyó ver una ventaja estratégica cuando eligió ubicarse sobre la retaguardia del ejército enemigo, mientras sus espaldas estaban cubiertas por las faldas exuberantes del cerro Monte Grande, sobre todo para transmitirles valor a sus 1300 hombres, quienes, con poco e insuficiente armamento, sentían pavor frente a la superioridad de los combatientes federales. Entre las laderas del Monte Grande y el río Colorado tuvo lugar la batalla, cuando el sol de la mañana ya estaba muy arriba de ellos. La lucha frontal tuvo algunos preludios de paz que intentaron evitar la muerte de tantos soldados de uno y otro bando. En efecto, el jefe de la caballería del ejército de la Liga, Esteban Pedernera, retó a duelo personal al oficial Hilario lagos, quien tenía a su cargo el ala derecha de las tropas de Oribe, pero el fracaso de este desafío llevó finalmente al inevitable enfrentamiento. Tres horas duró la batalla, cuyas escaramuzas comenzaron con un cerrado cañoneo de Lavalle que le permitió demorar el avance de las tropas rosistas. Pero después, sí, llegó el inevitable choque de los enemigos en una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo que dejó un tendal de 600 muertos en el campo de batalla. El propio Lavalle le explica al general José maría Paz en una carta que le dirigiera unos días después de la batalla: “el éxito -le dice- dependía del combate entre mi izquierda y la derecha enemiga, donde estaba lo más selecto de la caballería de ambas", ya que mi derecha y la izquierda enemiga, compuesta de santiagueños, esperaban el resultado del combate del ala opuesta para huir o avanzar". El ala izquierda de Oribe, en efecto, atacó primero a la derecha unitaria, la cual pudo resistir los primeros avances enemigos, hasta que el escuadrón completo que se conocía como Libertad decidió huir y determinó la caída definitiva del sector izquierdo de su ejército. Lavalle se imaginó que si atacaba por la izquierda federal, todavía podía tener algunas chances de resistir y aun de ganar esta ofensiva, pero el resto de las compañías que debían escoltarlo se sumaron a la huida de los primeros desertores. Sin embargo, al general valeroso que había sido distinguido por el San Martín le quedaban los reflejos del gran guerrero de la cruzada libertadora por todo el continente de la cual había sido uno de sus principales protagonistas y ordenó de inmediato que los hombres que le quedaban a su mando atacasen desde su flanco derecho. Cuando vio que toda ese ala se disolvía tras la corrida pavorosa de los últimos soldados, no tuvo más remedio que aceptar el final que jamás hubiese imaginado y menos querido: una derrota humillante, llena de deserciones, con la mayoría de los muertos de su bando y un número no determinado de oficiales que Oribe mandó degollar. “Mis pobres 80 infantes, cuya mayoría tenían fusiles descompuestos, huyeron a salvarse en el bosque inmediato", remata Lavalle en la carta que le escribió a Paz.
     Los cañones unitarios fueron apropiados por el ejército enemigo, al tiempo que el jefe federal ordenaba que no se persiguiese a los soldados unitarios en fuga, porque solamente quería la cabeza de Lavalle. Mientras tanto, los cadáveres eran sepultados a orillas del templo de la villa de los famaillenses, que se levantaba en el mismo sitio de la actual iglesia de Nuestra Señora del Cármen de esa ciudad. En palabras de Lavalle, "se perdió pues la batalla de Famaillá, y a los once días llegué a Salta con la mayor parte de mi ala izquierda. Mi ala derecha era toda de tucumanos que se fueron a sus casas".

Huida y muerte

     Lavalle había visto igualmente su final y viajaba como un sonámbulo hacia el norte, escoltado de las últimas divisiones de su ejército que pudieron sobrevivir y mantenerse leal al jefe unitario. En la carta a Paz, le escribió con un tono casi delirante detalles de la batalla, al final de la cual minimizaba la trascendencia de estos hechos y le aseguraba que podía arrastrar a Oribe hasta Salta para distraerlo -y si era posible, emboscarlo- hasta que Lamadrid terminase con el triunfo sobre Cuyo. “Si podemos comprar con la batalla de Famaillá la permanencia del ejército enemigo en estas provincias, es una fortuna para la causa de la libertad”, finalizaba Lavalle desde una mirada que a esa altura de los acontecimientos estaba ya absolutamente cegada a la realidad. En Salta, unos ojos de mujer le enciendieron de nuevo la energía de vivir y se enamoró súbitamente de aquella joven muchos años menor que él , a quien de inmediato pidió que lo acompañe en el aturdimiento de su viaje al exilio, atravesado por la soledad que cada vez lo envolvía más.
     De inmediato decidió continuar hacia Jujuy con Damasita Boedo, porque la división de soldados correntinos había resuelto abandonarlo y con mayor razón corrió a la Quebrada de Humahuaca. Sólo ciento setenta hombres velaban por su vida. “Ni siquiera son soldados ya. Son seres derrotados y sucios”, describe Ernesto Sábato. Y continúa: “Algunos -muchos- ya no saben tampoco por qué combaten. Ciento setenta hombres y una mujer, porque también va al lado de Juan Lavalle, Damasita Boedo, aquella muchacha que en la ciudad de Salta decidió unir su destino al destino de esos derrotados…”. Él, sólo él, está en peligro. Oribe viene detrás de sus pasos, únicamente por su cabeza.
     Antes de llegar a Jujuy, mandó un escolta a la ciudad, mientras él acampaba en La Tablada, para investigar el estado de situación de la provincia y se dio con que el gobierno unitario había huido también hacia la quebrada humahuaqueña. Lavalle estaba enfermo y afiebrado, pero presentía el final, su propio final, sentía que sus últimos días se apagaban. Reunió sus últimas fuerzas y trató de llegar hasta la casa donde lo alojarían en la ciudad, a media cuadra del cabildo. Todo el elenco del gobierno unitario de esa provincia se había adelantado en su fuga hacia las alturas de la Quebrada. Allí lo venció el sueño y el pesar de la suerte que estaba corriendo. De pronto, una patrulla avanzada de las tropas federales de Oribe, llegó hasta el refugio de Lavalle preguntando sobre su paradero, que desde luego fue negado por Damasita Boedo, pero un movimiento brusco de su asistente movilizó a los hombres que descansaban con el general enfermo, quienes buscaron inconscientemente sus armas. El revuelo alertó a los soldados rosistas, mientras Lavalle se ponía de pie y ordenaba movimientos de defensa. Un disparo perdido y fatal, en el amanecer del 9 de octubre de 1841, apenas veinte días después de la batalla de Famaillá, traspasó el ojo de la cerradura de la puerta de entrada a la casa, por donde vigilaba a los enemigos, y acabó definitivamente con su vida.   
     Murió con su espada en la mano, blandiendo siempre el mejor valor que le llevó a pelear por la libertad de todo el continente. Pero no era el histórico sable que le había salvado su vida en tantas batallas por la independencia americana, ese acero había quedado en el campo de batalla de Famaillá, como una ofrenda al último escenario de su vida de noble guerrero. Nunca Oribe llegó a tener su cabeza. Sus hombres fieles cargaron sus restos hasta que se pudrieron en las alturas de Huacalera, donde decidieron descuartizar el cuerpo, lavar sus huesos en un arroyo y cargarlos en una bolsa junto a su cabeza para entregarlos en sepultura en la catedral de Potosí. A su lado, Damasita Boedo lloró la despedida y continuó su fuga sin retorno, que había iniciado por el amor a Lavalle, hasta Chuquisaca. En 1858, los restos de Lavalle fueron trasladados a Buenos Aires y depositados en el cementerio de La Recoleta. Un epitafio vela su descanso eterno: “Granadero: vela su sueño y si despierta dile que su Patria lo admira”.


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© Hugo Morales Solá


Fuentes:
·  Archivo Histórico de Tucumán.
·  Archivo de La Gaceta.
·  Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red (PARES).www.pares.mcu.es
·  Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García Soriano” de la Universidad delNorte “Santo       Tomás de Aquino” (UNSTA).
·  Biblioteca Provincial.
·  Biblioteca de la H. Legislatura.
·  Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
·  Municipalidad de Famaillá. 






Los famaillao - Parte II (Del libro inédito "Historia de Famaillá")

Reconstruir la identidad 

   Lo cierto fue que la comunidad de los famaillao, como todas las naciones nativas, debió sentir el impacto insoportable de la dominación conquistadora, lo cual naturalmente la obligó a recrear su cultura y resignificar su identidad para adaptarse a una convivencia injusta y rotundamente desigual con la presencia invasora. De ahí, por ejemplo, que los famayfiles que fueron privados definitivamente del regreso a su tierra sintieron el viraje en ciento ochenta grados de su destino. Ya no podían seguir siendo los mismos, aquellos que habían resistido hasta dar sus propias vidas a la usurpación de aquel mundo ocre y sereno, pequeño y confinado al valle que habían recibido de sus antepasados, porque el poder de las armas del dominador extranjero, sumado al miedo que ellas imponían sobre los nativos, junto a algunos íconos aterradores de la avanzada conquistadora, como sus armaduras y el caballo, lograron finalmente vencer hasta la más feroz resistencia de los pueblos aborígenes, sobre todo la rebeldía de las etnias de los valles de los ríos Calchaquí y Yocavil, así como las de todo el oeste catamarqueño, habitados por igual por la gran nación diaguita.
     Los famaillao fueron parte de un gran oleaje de dispersión y disociación de los pueblos indios que los españoles desnaturalizaron de los altos valles del oeste tucumano y catamarqueño, lo cual fue consecuencia de la separación de grupos enteros -o parte de ellos- de sus etnias naturales y de sus hábitats originarios para entregarlas a diferentes encomenderos e incluso hasta sus herederos. Era común encontrar a numerosas comunidades aborígenes identificadas en denominaciones genéricas, como “parcialidades”, cuyo costo era, desde luego, la eliminación de su identidad, aquel ser común que le daba a una tribu un rasgo exclusivo que lo diferenciaba claramente de otras. Del mismo modo, otros pueblos nativos, reducidos muchas veces a unas cuantas decenas, sentían la mutilación del nombre de su comunidad, como el elemento más significativo de su identidad. Esto fue seguramente lo que sucedió con los famayfil, cuya parcialidad que quedó confinada a la llanura del Tucumán, sintió que el uso deformado y españolizado de la denominación de su tribu iba mudando rápidamente con los años, hasta convertirse en Famaillao o Famaiyá. El resto de esta nación, que volvió a refundar su pueblo bajo la legalización del imperio conquistador en las propias tierras del valle del río que les había dado su nombre, continuó llamándose Fama y fee.     
      Diaguitas todos, sí, pero los colalao, tolombones y famaillao no eran iguales, aunque proviniesen de una misma raza originaria. Así se los mezcló y se los encomendó, sin embargo. Se los separó y se los mandó de una encomienda a otra a trabajar, muchas veces, en condiciones extremas, sin derecho siquiera a buscar una nueva manera de arraigarse para reconstruir su identidad. En el caso de los famaiyá, que después de un breve peregrinaje por la llanura del sur del Tucumán, tuvieron la fortuna de echar raíces a orillas del río al cual más tarde prestarían su nombre. En su tierra originaria, el valle de Belén o Famayfil, aquel río los había identificado, porque pertenecían a él desde los tiempos inmemoriales. Ahora, ellos serían los que debían identificar al río que les volvería a dar la vida con su precioso cauce, porque era el nuevo suelo al cual tenían que recrear su pertenencia.
     Sobre ambas bandas de este río, los famaillao echaron las nuevas raíces, por voluntad de su encomendero en la Reducción de San Antonio de Ceballos. Como evidencia de la evangelización que de inmediato se impuso sobre ellos, había allí una capilla casi abandonada, que mostraba la devastación que le habían dejado las últimas crecientes del río. En el espacio de su pueblo, dentro de la estancia de Nuñez de Avila, cultivaban maíz y trigo, cuya mayor parte de la cosecha era destinada para este poblero. Durante los primeros años de su vida en el exilio, la tribu estaba gobernada por el curaca Mateo Angayo, casado con Isabel, de quien había tenido dos hijos, Lucas, el mayor, y Catalina. El poder de Angayo permitía a los famaillao demostrar que todavía mantenían la capacidad de autogestión política, si bien ya pesaba sobre la comunidad la presencia de una suerte de administrador español, Domingo de Villarreal, que coparticipaba efectivamente del gobierno de este pueblo de indios de la encomienda de Nuñez de Avila. El tiempo soplará otra vez como un poderoso viento en contra que terminará en el siglo siguiente con el sistema de cacicazgos.
     Tal vez un recurso importante para la reconstrucción de esa identidad, fue el hecho de que a tan solo un siglo después de las primeras entradas de los conquistadores a las tierras del Tucumán, la población india pura casi no existía, sino que había pueblos de indios mestizos, nativos criollos que habían mezclado su sangre con la de los colonizadores españoles. Pero, además, la cantidad de habitantes originarios se vio reducida a niveles casi de extinción, luego de las matanzas y las guerras, las pestes, huidas y extrañamientos. La población negra, por ejemplo, llegó a duplicar a la indígena. Según el censo de 1778, había casi 4000 negros y la mitad de indios en la jurisdicción del Tucumán. Negros e indios servían para todo tipo de trabajo, aun en las condiciones más extremas, así como para  el servicio personal, todas esclavitudes aptas para quebrar el sentimiento de pertenencia residual que los pocos aborígenes sobrevivientes tenían con sus grupos de origen.
     Pero ahora, sobre la última década del siglo XVII, los famaiyá tenían por delante un horizonte en blanco, al cual debían pintarlo con los colores de una nueva identidad, cuyos trazos de fondo responderían sin dudas a la esencia profunda de lo que siempre fueron en los valles de toda su existencia. El tiempo se ocuparía de retocar con pincelazos nuevos a la personalidad colectiva que estaban construyendo desde este nuevo lugar de los llanos tucumanos, donde miraban del revés a aquellas montañas que los habían contenido como un útero primordial, tanto a ellos como a sus antepasados. Toda esa nueva experiencia, cargada naturalmente de nuevos sufrimientos y oficios desconocidos, fue desestructurando literalmente a las comunidades originarias confinadas al servicio de los encomenderos españoles, como enseñó Ana María Lorandi.   
     70 indios, como afirmaba Lafone Quevedo, o tal vez nada más que 10 nativos de la etnia famaillao, como daban cuenta los censos de la época, lo cierto fue que todas las poblaciones indígenas estaban diezmadas, al borde de su extinción, a las puertas del siglo de 1700, pero de manera especial se habían despoblado los valles del oeste tucumano y catamarqueño, luego de las cruentas e interminables guerras calchaquíes, que determinaron huidas, sí, pero sobre todo destierros masivos de la región. Tal vez por eso, la corona española desplegó entonces una política de recuperación de los pueblos originarios en todas las colonias americanas. Sin embargo, en jurisdicción de la Gobernación del Tucumán, como en otras regiones marginales del virreinato del Perú, no sólo continuó disminuyendo la población originaria, sino que además se mantuvo la institución de la encomienda con toda su vigencia.
     En ese contexto, la pequeña población de los famaillao fue subsumida, en sus primeros tiempos, bajo aquella identificación genérica de “parcialidades”, por ejemplo, y se vio mezclada con otras comunidades que habían descendido igualmente de los valles calchaquíes y con los pueblos naturales de la llanura tucumana, como los tonocotés. En conjunto, muchas veces eran desplazados por los encomenderos  en permanentes migraciones colectivas, cuyas estancias tenían generalmente amplias jurisdicciones, que debían recorrer para cubrir diferentes servicios y trabajos excesivos. Pero en general aprendieron el oficio de la carpintería, a partir del trabajo que comenzaba con la talas de los abundantes bosques de madera de tipa y cebil, que llegaban a alcanzar hasta 20 metros de altura -o más bajos como el cedro, nogal y el lapacho- y crecían sobre las laderas orientales de la cadena del Aconquija y aun sobre la llanura, por lo menos hasta los 450 metros de altura. La materia prima de estos montes pedemontanos era muy apta para la fabricación de muebles y sobre todo para destinarla a la industria de las carretas de larga distancia. De ahí que durante el siglo XVII aparecieron numerosas carpinterías en las encomiendas que albergaban a los pueblos de indios del Tucumán.
     En el caso de los famayú, la comunidad pertenecía al curato de Marapa. Ellos, que venían de la cultura de trabajar a la piedra de los áridos valles calchaquíes y catamarqueños, de aprovechar la escasa fertilidad de sus tierras y de la alfarería artística, debían abandonar sus habilidades ancestrales para descubrir los misterios de los aromáticos maderos, cuyos rollos vírgenes se entregaban a sus viejas manos y a su antigua imaginación de artesanos de las rocas para que de sus cortezas extrajesen ahora el oficio que les permitiría vivir con un suspiro de paz y dignidad en esta tierra donde debían echar otras vez sus raíces.   
     No había muchos, ya se ha dicho, porque los relevamientos de entre finales del siglo XVII y comienzos del XVIII registraban un total de 250 indios de diferentes etnias en los llanos del Tucumán, en un total de 21 encomiendas. De modo que los famayú eran escasos, ciertamente, y aunque habían anclado sobre ambas orillas del río de los Ceballos Morales, su primer encomendero los desplazaba de un lugar a otro, a veces distante, aunque siempre dentro de la jurisdicción del curato de Marapa, para desarrollar trabajos de desmonte en las laderas boscosas de los cerros del oeste tucumano. Luego debían trasladar esa masa de rollos a las carpinterías y establecimientos donde se fabricaban las carretas. Pertenecían al grupo de los llamados “indios ladinos”, un adjetivo cuyo género contenía a todos los pueblos originarios que hablaban español y eran el puente de comunicación entre las demás naciones nativas y el conquistador ibérico, todos los cuales trabajaban además en el mismo oficio de maderero, en casi todos los pueblos de indios que había en las encomiendas del Tucumán.

Indios ladinos y carpinteros

     Indios ladinos o “mediadores culturales”, estos pueblos indígenas sirvieron para ir borrando las barreras que separaban y distanciaban a ambas culturas, una venida del otro lado del mundo, cuya civilización traía el progreso y la modernidad, y la otra que resultaba de la suma de otras tantas pequeñas culturas nativas, producto de un mundo absolutamente opuesto y diverso de la anterior, cuyo encuentro generó un gran conflicto que tuvo de vencedor al más fuerte en armas y otros avances culturales sobre los que se apoyó la dominación invasora sobre las naciones originarias. Pero a la vez la “ladinización” de las culturas aborígenes actuó como un instrumento igualmente apto para eliminar las identidades profundas de cada pueblo, a partir sobre todo de sus propios idiomas, que no tuvieron otro destino que la muerte inevitable.
     Pues bien, los famayú eran ladinos y carpinteros, identidades nuevas, muchas veces subsumidas en una sola: ladinos o carpinteros, quienes, como las demás etnias naturales del llano o venidas de los valles de altura, contribuían a hacer de esta especialización laboral la economía más importante de la gobernación del Tucumán. En realidad, los pueblos naturales de esta región, como los lules y tonocotés, eran grandes ebanistas desde mucho tiempo antes de la entrada invasora a esta zona del Tucumán. La madera, dice Estela Noli, era un elemento indisoluble en la vida de la “gente de la llanura” y aun de las tierras altas, hasta donde llegaban los montes pedemontanos. Había sido un motor cultural insustituible en la medida que cubría todos los órdenes de la convivencia de estos grupos étnicos, incluso su espiritualidad, si se tiene en cuenta que los bosques eran también el espacio de sus ritos, sus fiestas y sus sepulturas. Por otra parte, la madera había sido un recurso básico en el intercambio entre los pueblos de los llanos con los valliserranos. Las comunidades que llegaron después, empujadas por la ola del destierro, no desconocían, en verdad, esta actividad, aunque no la practicaron en sus hábitats de siempre. Las lenguas originarias, en ese sentido, se vieron mejor comunicadas entre sí, a causa del intenso intercambio de productos madereros entre las regiones de la llanura con la vallista, y fue ciertamente un freno para su extinción. La primera que cayó fue el cacán, el idioma que hablaban las naciones de casi toda esta región de los valles y quebradas del Tucumán y Catamarca. Cayó primero con el avance de la dominación incaica, que impuso el quechua sobre el cacán y el tonocotés, entre otros dialectos nativos, hasta que se impuso el español sobre las demás leguas nativas, incluso sobre el habla de los incas. Es más, el término “ladino” incluía a los pueblos quichuahablantes, porque los conquistadores tenían a esta lengua como una herramienta universalizadora de las etnias originarias que mediaba eficazmente con la cultura europea.
     Ese fue, tal vez, uno de los dilemas existenciales de la reducida comunidad famayú que sobrevivía en los llanos del Tucumán. Su cacán serrano estaba casi extinguido por el quechua, a lo cual debió soportar el golpe invasor que les imponía otro idioma aun más extraño en una tierra igualmente extraña y hasta hostil. Dentro del curato de Marapa, los famaillao se confundían con otros pueblos traídos desde las alturas calchaquíes, como Tocpo y Anchacpa, e incluso hasta los Tafí, así como se mezclaban con las comunidades antiguas de la jurisdicción de este curato, como Gastona, Gastonilla, Acapianta y Yucumanita. En realidad, los famaillao tenían una vinculación histórica y geográfica con los tocpos y anchacpas, que venían del valle riojano de Anguiano, entre quienes se casaban y fijaban el domicilio de la tribu a la que pertenecían las mujeres. Esa costumbre continuaron practicándola en la llanura de la derrota y el destierro, hasta que cayó sobre ellos el azote de las pestes y epidemias que contrajeron de la convivencia con el español y dejó diezmada sus poblaciones.
     Los nativos de la llanura, por supuesto, tuvieron la ventaja de casi una centuria de adaptación más temprana que los naturales de los valles y quebradas, porque éstos resistieron durante ese período -o más, aún- a la dominación invasora en sus tierras. Sin embargo, esa resistencia les permitió preservar mejor sus culturas y sus modos de vida de la influencia y la contaminación de la nueva civilización que se había propuesto controlar sus vidas y sus destinos. Famaillao y sus parientes riojanos, por ejemplo, se rebelaron con fuerza al embate cultural extranjero, favorecidos tal vez por aquellos lazos atávicos que les permitió sostener la pureza de su identidad y aun de su raza. Informes de finales de 1693 dan cuenta de que una de las resistencias más fuertes al avance dominador fue la lengua: preservaron el uso del cacán por sobre el quechua y, por supuesto, sobre el español, así como sus nombres originarios, en desprecio de las identificaciones que imponían los conquistadores. Un poco antes, incluso, este grupo serrano conservaba sus nombres indios, traídos de sus valles naturales y se rebelaban en contra de las nuevas maneras de identificarlos por los españoles, quienes, por supuesto, los registraban como “infieles”. Los años, sin embargo, y la llegada del nuevo siglo terminaron venciendo la tenacidad de estos naturales para conservar su cultura y su idioma y se rindieron a la potencia arrolladora de la lengua de Cervantes hasta terminar definitivamente “ladinizados”. Los nombres del cacique Angayo y su familia son un ejemplo claro del avance cultural hispano. Una diversidad cultural, en suma, que no fue respetada por los españoles con el instrumento poderoso de las desnaturalizaciones y la reunión forzosa de los pueblos aborígenes. Estela Noli calcula en 226 personas la cantidad total de indios de diferentes grupos étnicos que habitaban la doctrina o curato de Marapa para finales del siglo XVII.
     Hacia mediados de este siglo había un importante aserradero entre los ríos Famaillá y Lules, y otros dos más al norte de este último curso de agua, sobre la ribera occidental del río Salí. Los demás establecimientos madereros se ubicaban al sur de la vieja San Miguel de Tucumán, en la zona de Ibatín. Desde luego que la principal producción eran las carretas, aunque se fabricaban muebles en menor proporción. El lapacho y la lanza amarilla parecen haber sido las mejores maderas para la construcción de estos vehículos de transporte de cargas. Durante el período que siguió hasta terminar esta centuria y continuar en casi toda la siguiente, las carpinterías proliferaron a lo largo de toda la franja pedemontana de las sierras del Aconquija, cuyos talleres buscaban casi siempre las orillas de los ríos más caudalosos para instalarse, ya que de ese modo se aprovechaban las corrientes fluviales para el traslado de la producción de maderas. El mercado, en verdad, había crecido geométricamente, al ritmo que marcaba el crecimiento de los intercambios comerciales entre las grandes economías regionales del virreinato del Perú, del cual Tucumán fue ciertamente un espacio apto de articulación entre los mercados del norte, vinculados a los puertos del océano Pacífico, y los del sur, dependientes más tarde del tráfico mercantil por el Atlántico. Por lo demás, un viaje de esas distancias, en largos periplos que demandaban entre seis meses y un año, inutilizaba definitivamente una carreta, tras lo cual la renovación de los carromatos era inevitable. De todos modos, en más de un grupo étnico, como los tafí, ubicados en Santa Lucía, y los famaillao, en la reducción de San Antonio de Ceballos, los tocpos, en Escaba, y los anchacpas, sobre Cabastine, o los singuil, se dio la posibilidad de que pudieran explotar la tierra, en pequeñas chacras de maíz y trigo para el autoconsumo, mientras desarrollaban la actividad principal de la carpintería. Pero estaba claro que la mayoría de los hombres de estas comunidades se destinaba al trabajo pesado de la tala y el aserrado de los troncos, cuyas tablas se dedicaban también a la fabricación de muebles, así como para la construcción de las casonas de los encomenderos y de las familias urbanas más ilustres, además de que debían trasladarse a los lugares más lejanos de la gobernación del Tucumán. En muchos casos, el pago del trabajo de los indios carpinteros era ínfimo, no sin la aplicación de diferentes malos tratos con los que se obligaba al peón nativo a trabajar. En condiciones laborales más dignas u obligados con golpes y castigos, es cierto que el pago -aunque fuera ínfimo- de su trabajo siempre se verificaba. Los indios más habilidosos y de mayor prestigio en el trabajo de las maderas eran mejor pagados con ropas y algunos pesos, lo cual los distinguía del resto de sus comunidades y les permitía ganar algún ascenso social que los ubicaba entre las posiciones más elevadas de sus sociedades y las más bajas de la sociedad de los españoles y criollos. Casi toda su producción, así como el resto del servicio personal que debían cumplir estos pueblos originarios encomendados, estaban orientados a la ciudad de San Miguel de Tucumán, que a fines del siglo XVII crecía como un nuevo centro urbano, refundado en La Toma, sobre la banda norte del río Salí, una circunstancia histórica que le exigía mano de obra, madera abundante para la construcción de viviendas y muebles y, desde luego, todo el servicio familiar que la clase social con mayor poder económico demandaba desde esta moderna capital donde se había asentado.  
     Pero las tierras de Famaillá eran fértiles para invernada, por otra parte, donde los ganaderos más importantes del Tucumán, como de otras regiones, traían miles de cabezas de ganado bovino y mular para engordar, así como también lo hacían en Tafí, Tapia y Choromoros, que luego eran comercializadas en todo el virreinato del Perú. Alrededor de 20 mil cabezas de ganado vacuno por año, provenientes de Santa Fé y otras zonas ganaderas, estacionaban en Famaillá para engordar antes de ser entregadas en Salta, desde donde muchas de ellas eran trasladadas al Potosí. De modo que esta actividad, como la de auxiliar de los fleteros que trasladaban las tropas de vacunos, absorbió, en menor proporción, una parte de los hombres y jóvenes de famaiyá.
     La nueva identidad, en definitiva, que los famaillao y el resto de las poblaciones calchaquíes, relocalizados en los bajos del Tucumán, debían construir a partir de su nuevo destino tuvo en los oficios -sobre todo en la carpintería- un importante soporte espiritual. Desde sus habilidades y sus especialidades nuevas se los identificaba como “indios carpinteros” o “maestros carpinteros”, del mismo modo que absorbían la influencia del paisaje y la geografía que estaban descubriendo en medio de bosques y del horizonte de la llanura tucumana.
     Con esa plataforma espiritual, a veces resistente y otras más permeables a la colonización cultural de los españoles, fueron, primero, “ladinizándose” y más tarde cristianizándose, en un proceso lento y lleno de porosidades, donde se mezclaban inconscientemente las creencias antiguas y las nuevas, en una mixtura espiritual que sería la savia de las nuevas identidades indígenas que convivirían con sus dominadores. Pera esta transculturación trajo, además, los “vicios coloniales”, como llama Noli, que penetraron con fuerza entre estos grupos étnicos debilitados en su cantidad como calidad de vida. El vino, el tabaco, así como el mismo consumo de carnes y yerba fueron degradando la vida y la convivencia, a la vez que estimuló al abandono de viejos hábitos como la recolección de frutos y la pesca. Es verdad que el consumo de la chicha fue un fenómeno casi adictivo de la mayoría de estas comunidades mucho antes de la llegada del conquistador español. Pero lo fue, sobre todo, en el sentido casi ritual y no como la simple “borrachera” que excluía del mercado del trabajo y de la propia comunidad a quienes se entregaban a beber alcohol en exceso. Es bajo esta acepción que aluden casi todos los informes de las visitas a las gobernaciones y encomiendas del siglo XVII, por parte de los oidores de la Audiencia de Charcas. Sin embargo, corresponde distinguir los comportamientos de los antiguos pueblos de indios de la llanura de la conducta de las etnias valliserranas desnaturalizadas, quienes, es cierto, fueron más reacias a internalizar el mensaje evangelizador, así como la suma de las contaminaciones espirituales y psicológicas que trajo la invasión española. Los famaillao, por ejemplo, no profesaron tan rápido las creencias cristianas y demoraron aun más en diluir ese credo entre sus religiones ancestrales.
     Una etnia reducida -tal vez unas decena o un muy poco más-, sobreviviente del destierro, que había encallado en la llanura del Tucumán, cargó sobre sus espaldas el desafío de la historia de reconstruir su identidad y tejer desde entonces una historia nueva para las generaciones que vendrían, después de sus pasos primordiales. Sería una historia absolutamente diferente a la que hasta entonces habían conocido, en una sociedad mestiza que tendría la hibridez desconocida de conciliar el conflicto que había desatado el choque de dos culturas opuestas y extrañas. Ya había pasado el sometimiento por el fuego, la sangre y las armas. El exterminio estaba casi consumado. Desde ahí, desde esa diminuta fuerza resistente, habría de levantarse una cultura cruzada de antagonismos, atravesada de fibras espirituales incontrolables que descendían desde el poder cultural de dominadores y dominados.
     Los nativos todos, los famayú incluidos, fueron sometidos, esclavizados y maltratados. Se contaminaron con los  desechos culturales de la conquista y se vieron obligados a degradar el medio ambiente, a destruir ecosistemas completos con la deforestación irracional. Pero desde ahí, precisamente, emergió una identidad nueva que debía atravesar los siglos para llegar hasta el presente con los pergaminos renovados de la resiliencia.


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© Hugo Morales Solá


Fuentes:
·  Archivo Histórico de Tucumán.
·  Archivo de La Gaceta.
·  Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red (PARES). www.pares.mcu.es
·  Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García Soriano” de la Universidad delNorte “Santo       Tomás de Aquino” (UNSTA).
·  Biblioteca Provincial.
·  Biblioteca de la H. Legislatura.
·  Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
·  Municipalidad de Famaillá. 

viernes, 13 de septiembre de 2013

Los famaillao - Parte I (Del libro inédito "Historia de Famaillá")

Orígenes y destierro   

Un soplo de la historia funde profundamente los orígenes de Famaillá con los genes de los Valles Calchaquíes. Un aliento tibio que llega desde los tiempos primordiales confunde el adn de los famaillenses con el de los diaguitas que poblaron aquellos valles de altura. Cuando Famaillá dice hoy que es la puerta del valle de Tafí, no es una mera frase publicitaria o el emblema de una política turística: puede ser todo eso, desde luego, pero sobre todo está afirmando su profunda identidad genética con esas montañas, de donde llegaron precisamente los primeros habitantes de estas tierras, donde siglos más tarde se levantaría la ciudad de las empanadas. 
   Pertenecientes a la etnia de los diaguitas, en efecto, los Famaillao conformaron una tribu que sintió en carne propia el destierro de los valles de Tafí y Yocavil, cuando el gobernador del Tucumán, Alonso de Mercado y Villacorta, lanzó la campaña de desnaturalización de todos sus pobladores originarios, luego de invadirlas, en 1658, decidido a terminar con las grandes rebeliones indígenas que habían desencadenado las dos guerras calchaquíes anteriores: la primera fue liderada por el cacique de Tolombón, Juan Calchaquí, en 1562, como una sangrienta resistencia a la conquista de sus tierras, mientras que la segunda tuvo a Juan Chelemín como líder natural de un alzamiento, entre 1630 y 1643, en contra de la amenaza de explotación de comunidades nativas en nuevos yacimiento mineros que se habían descubierto en la región. En las sublevaciones, la ferocidad de los aborígenes barría una y otra vez con numerosas colonias de españoles que iban afincándose en los valles del noroeste argentino, entre cuyas poblaciones cayeron Londres, en el valle catamarqueño del río Quimivil, y la ciudad del Barco II, que había sido refundada en pleno valle del Yocavil, hasta convertirse en una ciudad ambulante que echó raíces finalmente en su tercera fundación donde se levanta actualmente la capital de Santiago del Estero. 
   Precisamente, la tenaz rebeldía de los nativos de los valles calchaquíes, que se prolongó por más de cien años, determinó la organización de una gran campaña militar, a cargo de Mercado y Villacorta, que fue desde 1659 hasta 1665, con el propósito de dominar a todas estas comunidades insurrectas y desterrarlas literalmente para que las colonias españolas pudiesen desarrollarse en paz. Los famaillao fueron una de esas tribus desnaturalizadas, que fue entregada a la encomienda de Juan Ceballos Morales y su hijo Juan Núñez de Ceballos Morales, una estancia salpicada de numerosos pantanos y humedales, cuyos terrenos se utilizaban para invernadas de ganado vacuno y sementeras. La comunidad de los famaillao fue ubicada sobre ambas riberas del río Copalse. Pero, en total, se expulsaron de los valles calchaquíes unos 1.200 indios y “al pie de 5.000 almas en todo”, según los documentos coloniales que cita el profesor Sergio Garcia en su libro “Toponimia de Chicligasta, Famaillá, Monteros y Simoca”. Pero antes, incluso, en 1627, entre otros destierros que precedieron a la invasión final de Villacorta, se tienen noticias de que un contingente importante de los famaillao había sido reducido a la encomienda del Capitán Pedro de Abrehu y Figueroa, en la ciudad de Lerma del Valle de Salta, junto a otras tribus calchaquíes. Es que los famaillao, como otras comunidades que corrieron igual suerte ante el avance de la Conquista de la corona española, padecieron un cruel peregrinaje hasta descender a la llanura del Tucumán, como consecuencia del desarraigo forzado que les fue impuesto por el poder de las armas de los conquistadores. Pero tres años más tarde, este encomendero hizo “dejación y renuncia” de las comunidades nativas que tenía a su cargo para que el gobernador Felipe de Albornoz fundase la ciudad de Nuestra Señora de Guadalupe, sobre las ruinas de lo que había sido hasta 1551 la ciudad del Barco II, más tarde, hasta 1559, Córdoba de Calchaquí, y, por fin, San Clemente, hasta 1577. De todos modos, Nuestra Señora de Guadalupe tuvo poco futuro frente al brutal asedio de los indígenas vallistos, de manera que los indios que habían afincado allí con el propósito de poblar las nuevas mercedes de los colonos españoles debieron ser también erradicados del lugar. 
   Más que ambulantes, se convirtieron en pueblos sonámbulos, sin destino y sin “dueños”, rendidos al destino de servir a los encomenderos, a cuyos patrimonios pasaban a pertenecer como una forma de esclavitud que los aborígenes desconocían absolutamente. El nieto del capitán Abrehu y Figueroa, precisamente, acudió a los títulos de su abuelo, quien había renunciado a la propiedad de estas comunidades para que la gobernación del Tucumán fundase la ciudad de Guadalupe y recuperar así para su patrimonio a estos grupos étnicos, entre los que estaban agrupaciones de famaillao y acalianos, localizados en jurisdicción de Salta. Una confirmación real de 1638 devolvió esta encomienda a Abrehu y Figueroa, mientras que algunos focos aislados de famaillao decidieron volver al valle de “Fama y fil”, de donde habrían sido naturales, que siglos después se rebautizó como Belén de Catamarca. 
   Sobre el último cuarto del siglo XVII, se sabe que otra parcialidad de aquellos famayfil, a quienes aquí se los identificaba como los famaillao, ya estaba asentada sobre ambas bandas del río Famaillá, en una encomienda real que, en 1688, estaba a cargo del Alcalde Ordinario de San Miguel de Tucumán, capitán Juan Nuñez de Avila, nieto de Juan de Ceballos Morales, según consta en los libros de la parroquia de Marapa, de donde dependía la estancia de Núñez de Avila. No hay datos precisos acerca de su población, porque si bien un informe eclesiástico, de 1685, del curato de Marapa dice que “el pueblo de Famaillán se compone de 10 indios calchaquíes ladinos”, existe un padrón de 1688 que señala que Famayllá contaba con 70 habitantes, entre hombres, mujeres y niños, identificados todos, a esa altura del avance conquistador, con nombres españoles. Hasta entonces, el río Famaillá era conocido como río Ceballos, en alusión al anterior encomendero de Avila, y abuelo materno de éste, el Sargento Mayor Juan de Ceballos Morales. En realidad, la línea hereditaria de los derechos sobre estas tierras y la encomienda para “cuidar y evangelizar” a los indios naturales de esa zona, como los juríes, y más tarde los famaillao, descendía por el padre de Juan, Diego de Ceballos Morales, quien se había casado con María de Olloscos, hija de Francisco de Olloscos, quien fuera, sí, el primer encomendero, cuando, el 31 de marzo de 1573, el gobernador del Tucumán Jerónimo Luis de Cabrera le encomienda el pueblo de Conaysta o Conastais y sus tierras con el cacique Métele, además de otros jefes de diferentes tribus, sobre quienes tenía la obligación de cristiniazarlos. 
   La parcialidad famayfil que deambuló en los valles separada del resto que había vuelto a Belén desde territorio salteño, habría colaborado en la sangrienta resistencia de los diaguitas para defender la soberanía de los valles calchaquíes, donde se habían establecido por esos años. Pero luego de la feroz derrota que sufrieron tras la campaña militar de Mercado y Villacorta, esta comunidad recibió el castigo del destierro a la llanura tucumana, que se aplicó sobre todas las etnias calchaquíes, no sin antes haber padecido una de las hambrunas más espantosas que estas tierras hayan conocido, además del saqueo y la matanza de su gente, como padecieron todos sus semejantes de aquellos valles de altura. El llano era una tierra de vegetación lujuriosa, desbordada de ríos que bajaban de las montañas y de selvas que revestían a las faldas orientales de la cadena montañosa de cuyo seno descendían. Un clima tropical, lleno de humedales, insectos y alimañas de toda laya poblaban arroyos, lagunas y riachos que inervaban la llanura del San Miguel de Tucumán, cuya vieja urbe del Ibatín languidecía antes de su traslado definitivo hasta La Toma. Un medio ambiente, sin duda, extraño y hostil para la vida de los famaillao, como la de todos los diaguitas, quienes llegaban desde un ecosistema seco, árido y montañoso, entre cuyas quebradas abrevaban del agua escasa que les daba vida, así como a los alimentos que recogían de la tierra apenas humedecida por esas lenguas de agua. La humedad del pedemonte y la llanura los volvía vulnerables a las enfermedades que contraerían irremediablemente del clima que los asediaba y de los invasores que los contaminaban. Sólo el tiempo podría adaptar sus cuerpos y su cultura a los que sobrevivan de semejante condena impuesta por el conquistador europeo. 
   En realidad, el río de los famaillao recibió diversas denominaciones durante el siglo XVII, de acuerdo a los nombres de los encomenderos cuyas tierras lindaban con el río. Antes de Ceballos Morales, se identificaba como el “río de Roque”, por Roque Salazar, en el tramo donde recibe las aguas de su afluente, el río Colorado, o aguas abajo se llamaba el “río del Capitán Juan Nicolás de Aráoz”. Lo cierto, según explica el profesor Sergio García, es que la primera denominación que se conoció del río Famaillá, a fines del siglo XVI, fue la de “Copalse” o “Copaege”. Algunos historiadores sostienen que el primer encomendero que recibió en 1669 a la comunidad de los famaillao fue Juan Núñez de Ceballos Morales, quien los ubicó al lado del río Copalse, a unas cinco leguas al norte de Ibatín, en jurisdicción de la finca de San Antonio de la Buena Vista, la cual pasó a identificarse desde entonces como la reducción de los indios famaillao San Antonio de la Buena Vista.

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(c) Hugo Morales Solá



Fuentes:
·  Archivo Histórico de Tucumán.
·  Archivo de La Gaceta.
·  Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red (PARES). www.pares.mcu.es
·  Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García Soriano” de la Universidad delNorte “Santo       Tomás de Aquino” (UNSTA).
·  Biblioteca Provincial.
·  Biblioteca de la H. Legislatura.
·  Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
·  Municipalidad de Famaillá. 

domingo, 8 de septiembre de 2013

Poemario: "Juguemos"

Juguemos a la guerra.
Tú traes las bombas,
nosotros ponemos los muertos.
Adónde me llevará este horror.
Adónde habrá ido el pez
dormido de la paz.

Juguemos al juego
que mejor juegas.
Las balas y bombas que
salen de tus cuentos
tienen sepulcros reales
y huérfanos de carne y huesos
que lloran sobre los escombros
de sus cadáveres.

Juguemos al juego
que siempre ganas.
La guerra es tuya,
el calvario y el desconsuelo
son nuestros. Y la nausea también.
Los pájaros de la guerra
son ciegos, vuelan de noche
y siembran de muerte mi tierra
para que no amanezca el sol.

Juguemos al juego
que siempre debemos perder.
Pero un día esas tumbas
serán almácigos de paz.
De los gusanos de la muerte
nacerán crisálidas inocentes.

Juguemos al juego
donde volvemos a morir.
No habrá más que hombres
con el corazón de siempre:
un sístole de amor
y un diástole de odio.

Ahora juguemos
a encontrar la luz.
Serán los hijos de la muerte,
los nietos de tanto dolor.
La violencia seguirá
tejiéndose de ojivas.
Pero la esperanza seguirá
amaneciendo nuevos soles.


© Hugo Morales Solá

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...