lunes, 30 de enero de 2012

La cultura Alamito - Parte I

Un tronco más o menos delgado, de alrededor de un metro y medio de alto, hiere la tierra húmeda del Campo del Pucará con su extremo punzante y filoso, como una lanza. La primitiva herramienta se hunde en el suelo feraz del valle de Las Estancias, penetra sus sudores y abre su vientre para entregarle la simiente que germinará en alimentos para el sembrador y su familia. La “taklla” -o palo plantador- tal vez haya sido el precursor remoto del arado -o, al menos, de la pala- desde aquellos tiempos prehistóricos en que la sedentarización de las comunidades nómadas comenzó a formar pequeñas aldeas en los diferentes valles del noroeste argentino. Esta escena, seguramente, se habrá repetido una y otra vez en toda esta región de valles profundos y altas quebradas con los diferentes asentamientos humanos que fueron sucediéndose desde, por lo menos, los cuatro siglos anteriores a la era cristiana hasta aproximadamente el siglo VI d.C., esto es, dentro de lo que se llamó el Período Formativo Inferior. Mucho de esa producción agrícola inicial habrá sido destinado, ciertamente, al acopio en los silos de adobe y piedra del Campo del Pucará de Alamito para servir después al intercambio intenso que debe haber habido en ese lugar donde se levantó el más importante centro ceremonial de la zona. ¿Qué fueron los sitios de Alamito? ¿Hubo allí, en Campo del Pucará, a las puertas de la selva de yungas del pie de las sierras del Aconquija, en el oriente montañoso de Catamarca, una cultura de perfiles definidos, con una identidad propia y singular que la diferenciara -y, a la vez, la acercara- de otras que se avecindaron a su alrededor, antes y después de su existencia? En primer lugar, la arqueología ha establecido que definitivamente Alamito fue una expresión genuina de la cultura Condorhuasi. Tal vez haya comenzado siendo, alrededor del año 200 d.C., un centro de culto de esa comunidad que habitó sobre todo el valle de Hualfín. Pero en períodos posteriores, este espacio espiritual de Campo del Pucará se extendió a los demás pueblos de la región de los valles del oriente catamarqueño. Lo cierto fue que siempre tuvo el destino de un lugar dedicado a la celebración de las ceremonias religiosas para manifestar las creencias de las comunidades que con el tiempo fueron sumándose alrededor de esta suerte de santuario de los dioses nativos de los primeros siglos de la era cristiana.

 Campo del Pucará 

 En rigor, todo indica que allí vivió muy poca gente, ocupada precisamente de prestar los servicios espirituales. Desde el chamán hacia abajo, toda esa pequeña comunidad giraba en torno de los cultos que reunía Alamito para elevar los ruegos a las divinidades, de cuya protección pendía el destino no sólo de Condorhuasi, sino de toda la región, que hacia el oeste se iba secando cada vez más de lluvias, por ejemplo, un beneficio muy preciado entre los pueblos de los valles semiáridos. Había escasa agricultura en el lugar, aunque ese sitio fuera un centro de intercambio intenso de bienes, sobre todo agrícola, ganado y otros bienes, a la par de todo el tráfico de credos que allí tenía lugar, como motor principal de las peregrinaciones aborígenes. La agricultura, precisamente, había sido el ancla definitiva que ató a las antiguas comunidades cazadoras y recolectoras a la sedentarización en un territorio fijo y ella, como el pastoreo, fue evolucionando en tecnologías cada vez más aptas a las demandas de sociedades más numerosas, cuyas poblaciones fueron dejando los hábitos originales de las primeras aldeas para generar nuevas formas de convivencia, según el crecimiento demográfico. Y todo, entonces, economía, sociedad, política y cultura, en suma, la identidad de los pueblos alcanzó un desarrollo notable con el paso del tiempo. El centro ceremonial de Alamito, en Campo del Pucará, tal vez sea una muestra clara del nivel de progreso de las culturas originarias, sobre todo de las comunidades de Condorhuasi, del año 200 d.C., si bien ya le había precedido un espacio religioso semejante, aunque menos evolucionado, en el valle de Tafí. Allí -o en las tierras vecinas- cultivaron el maíz, la quinoa o la papa. Sus cosechas fueron siempre la base de la dieta de los pueblos de estos valles, aunque también se servían del valor nutritivo de las semillas o los frutos del algarrobo, el chañar o el mistol y la tuna. Pero la ocasión del encuentro religioso en un mismo espacio para comunidades de diferentes orígenes territoriales, dentro de la misma región, estimuló a conocer la diversidad espiritual de los pueblos, la variedad de sus cultos para coincidir en las mismas rogaciones, cuyo diálogo cultural ayudo a la integración de las sociedades que compartían simetrías y asimetrías en los modos de ser de todos y cada uno de ellos. Así fueron moldeándose unos a otros, unos sobre otros, en las conductas colectivas, en sus patrones éticos y políticos. Detrás de la integración cultural, en efecto, seguía el intercambio comercial, cuyas cosechas, en proporciones importantes, eran reunidas en el centro ceremonial de Alamito a través de las caravanas de llamas, de gran capacidad de transporte, para el intercambio entre unos y otros. Es decir, el Campo del Pucará debe haber servido, en alguna medida, como mercado de concentración de productos agrícolas de diferentes ecosistemas, un punto de administración y motor del progreso económico de la región valliserrana. Del mismo modo, se reunía allí la producción artesanal de tejidos, cerámica y piedra, así como otros productos igualmente imprescindibles para la subsistencia y la convivencia. Todo este tráfico, cada vez más intenso entre los valles y quebradas de la zona, que convergía en Alamito para practicar una intensa espiritualidad y, a través de ella, un fascinante juego de interacción cultural, desató las potencialidades de cada una de ellas y permitió que finalmente predominase la de mayor peso específico sobre las demás. Una supremacía que no se impuso por el peso de las armas, sino por el destello de su talento creador, por el influjo de su autoridad moral que tiñó las identidades locales y favoreció la evolución hacia otros períodos de integración regional. 

 Alamito es Condorhuasi

 En Campo del Pucará, en efecto, la mayor parte de los hallazgos arqueológicos tienen el cuño notable que responde a la matriz de Condorhuasi, sobre todo en la fuerte presencia de las imágenes felinas, una impronta típica de la cultura de Hualfín que se reproduce igualmente en Alamito. Otra aparición inconfundible de Condorhuasi en esta área espiritual fueron los “suplicantes”, una creación que distinguió claramente a aquella cultura que brilló precisamente por la alta calidad estética en toda su producción artística ritual. Toda esa presencia de Condorhuasi en Alamito, como concluyen Víctor Núñez Regueiro y Marta Tartusi en “Los mecanismos de control y la organización del espacio durante los períodos formativo y de integración regional”, se dio desde el comienzo de los sitios de Campo del Pucará, lo cual “nos induce a postular -concluyen- que ellos no pertenecen a una cultura independiente -o “cultura Alamito”, como se pensaba hasta hace poco tiempo-, sino que corresponden a una facie regional de Condorhuasi (Condorhuasi-Alamito). En otras palabras, los investigadores resaltan que estos sitios de Campo del Pucará “no pueden ser considerados como simples aldeas organizadas a nivel de vínculos familiares, sino centros ceremoniales que forman parte de una red más compleja de estructuración y vinculaciones sociales, cuya base la constituyó Condorhuasi”. Es posible, entonces, reformular las hipótesis que circularon durante mucho tiempo, según las cuales Alamito había sido una cultura con identidad propia. Esto es: según las investigaciones arqueológicas que avalan Núñez Regueiro y Tartusi, los sitios de Campo del Pucará son una manifestación de la evolución cultural de Condorhuasi, cuyo centro vital estaba, como se sabe, en el valle de Hualfín y eligió este lugar recostado sobre la selva de yungas, de humedades feraces, para levantar allí lo que tal vez comenzó siendo un foco de espiritualidad exclusivo de sus comunidades, que se fue abriendo con el tiempo a las culturas vecinas del noroeste argentino hasta hacer de él un gran centro de cultos de la diversidad religiosa regional.

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Fuentes:
* “Los mecanismos de control y la organización del espacio en los períodos formativo y de integración regional”. Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Cuadernos de la Facultad de Humanidades y ciencias Sociales de la Universidad de Jujuy. Noviembre de 2003. Número 020. Pp. 37-50.
* “El período formativo inferior en la provincia de Catamarca (desde el 450 a.C. hasta el 600 d.C.). Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Catamarca Guía: www.catamarcaguia.com.ar


(c) Hugo Morales Solá

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 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...