domingo, 28 de agosto de 2011

La cultura Santa María: el esplendor diaguita - Parte III



La evolución cultural


En la vida social, la cultura santamariana llegó a construir un rígido sistema de controles que establecieron jerarquías rigurosas en la sociedad de los diaguitas, que naturalmente descendían del jefe supremo de la comunidad, conocido también como “curaca”, cuyo poder, si bien reconocía sus orígenes divinos ancestrales, había centrado la fuente de su proyección en el ser humano y había establecido que la transmisión de ese poder político fuese hereditario. Las vestiduras, precisamente, los tejidos, sobre todo, y toda la ornamentación metálica servían para simbolizar las diferencias sociales y los atributos del poder. La complejidad de la estructuración de la sociedad fue creciendo con el avance de los siglos de la existencia prehispánica de esta civilización. Pero no siempre fue un progreso en beneficio de todo el arco social, sino que al contrario, como sucedió después en las sociedades industriales, se desarrolló geométricamente la desigualdad en el tejido social, como consecuencia de sucesivas reformas en la organización del trabajo, por ejemplo, así como en la distribución y consumo de bienes, según advierte en su investigación Myriam Tarragó. Ocurría que la incorporación de nuevas tecnologías como la agricultura hidráulica, cuyos cultivos eran explotados a través de la sistematización del agua escasa con represas y una red de riego, o el perfeccionamiento en el control de los suelos mediante el métodos de las terrazas de cultivos y una ganadería cada vez más intensiva imponía necesariamente la adaptación de nuevo modelos de convivencia que determinaban una nueva división del trabajo, la redistribución de mayores y más importantes responsabilidades económicas como sociales, políticas y culturales que inevitablemente fue transformando una y otra vez a la cada vez menos sociedad primitiva de los diaguitas. Todo lo cual supuso naturalmente la evolución de las pautas culturales hacia nuevos y desconocidos modelos de adaptación de los modos de pensar y sentir, de sus sistemas de creencias y, en definitiva, de todo lo que podría llamarse la inteligencia social y el espíritu cultural del valle de Santa María, cuyo más alto progreso parece haber alcanzado en el período de las vísperas de la llegada del conquistador español, es decir, a lo largo del siglo XV, cuando al mismo tiempo le tocó interactuar intensamente con la dominación inca.
Aquella evolución de la sociedad santamariana permitió, a la vez, la metabolización cultural de paradigmas que servirían de nuevo sustento filosófico al poder de los gobernantes nativos. En otras palabras: ¿cómo se concebiría después de semejantes transformaciones sociales y económicas a la fuente tradicional del poder de los señores que ejercían ancestralmente el poder sobre su pueblo? Un tránsito hacia una etapa de índole más civil, señala precisamente Tarragó, evidenciaron estas sociedades naturales como las del período Tardío, al que perteneció la cultura Santa María, respecto de las anteriores, como la cultura de La Aguada, que ligaba el gobierno de las comunidades a una fuente de naturaleza más teocrática, aunque las culturas prehispánicas dejaron de justificar sus regímenes políticos en el origen divino, porque esa genética del poder era a la vez la única fuente incorruptible de su fuerza y su coercibilidad.

El culto a los muertos

Los caciques diaguitas fueron estableciendo sus señoríos en toda la geografía de los valles calchaquíes, debajo de cuyo poder se pudieron articular jefaturas políticas en los pueblos que reconocían su subordinación al gran jefe diaguita de la zona -o, en todo caso, con el que había sellado algún tipo de alianza- que permitía la paz necesaria para convivir e intercambiar sus productos de la tierra y la ganadería, a través del intenso comercio regional que llevaron adelante con las caravanas de llamas que aprendieron a organizar con el único animal que domesticaron los pueblos nativos antes de la llegada del imperialista español.
Pera esas grandes regiones que estaban sometidas al dominio de un gran jefe no eran siempre pacíficas, porque había muchas veces revueltas y conflictos entre una y otra comunidad, aunque sobre todo las guerras importantes se emprendían en contra de señoríos de otro territorios ajenos al mismo mando político. Precisamente, para los muertos en las guerras interétnicas, antes de la presencia española, para los caídos en las interminables guerras calchaquíes en contra del conquistador europeo y, sobre todo, para los niños, que apagaban tempranamente sus ojos, había un verdadero culto, teñido de todo el colorido de su religiosidad que expresaban en las largas ceremonias de entierro, preservadas por los siglos como una de las características más típicas de la cultura Santa María.
¿Cómo eran los grandes rituales funerarios que trascendieron al tiempo en que tuvo su momento de esplendor esta cultura de los valles calchaquíes? La sepultura de sus muertos eran lugares sagrados donde se depositaban, además de los difuntos, alimentos, bebidas, vestidos, adornos de todo tipo y, en general, diferentes artículos destinados a la decoración del cuerpo y de la fosa mortuoria que servían de ofrendas a las divinidades que regían el paso de una vida a otra o a otra dimensión de la misma existencia. Lo cierto fue que esta cultura concibió a la muerte como un largo viaje a distancias y espacios absolutamente desconocidos, alumbrados sólo por la exuberante mitología diaguita, un tránsito inexplicable en el cual las almas se volvían estrellas itinerantes en el universo espiritual de la vida después de la muerte. Por eso, se enterraba a los fallecidos con alimentos y bebidas y otra clase de objetos que sirvieran de sustento en la migración que comenzaba con la muerte.
Los niños eran inhumados en urnas funerarias de cerámica de un diseño típico que identifica a esta cultura, es decir, un cuerpo esférico, que era la parte más voluminosa donde cabían los pequeños cuerpos sin vida de los niños, separado de una amplia boca por el cuello, más ceñido y perfectamente torneado, cuyos grabados, en negro, blanco y rojo, ocupaban toda la superficie de la vasija y eran generalmente líneas quebradas en ángulos rectos que albergaban a figuras de cabezas humanas o de sus animales venerados para intermediar con la divinidad, como el suri o avestruz, el sapo y la conocida serpiente de dos cabezas.
Tal vez esta tradición diaguita de sus entierros, que naturalmente expresaba todo un sistema de creencias, sea la espiritualidad que más proyección y trascendencia tuvo en lo que se conoce como la cultura Santa María. De ahí que los restos mortuorios y los cementerios sean unas de las mayores fuentes de conocimiento de esta civilización aborigen antes de la llegada del español y la presencia evangelizadora que dejó -ella sí- abundantes crónicas para reconstruir la historia nativa de los valles y quebradas del noroeste argentino.
El enterramiento de los adultos era ya objeto de un procedimiento diferente al de los párvulos, quienes incluso tenían un cementerio exclusivo, apartado de las sepulturas de los mayores, cuya ubicación podía estar emplazada en un costado de la misma vivienda familiar. En general, se los inhumaba en cámaras cilíndricas, con capacidad para varios cuerpos, que tenían una tapa de madera de cardón o algunas piedras lajas. Con ellos iban sus ropas y todo el ajuar que los había acompañado en toda su vida. Esta costumbre permitió conocer después las diferencias sociales, porque eran notables las riquezas halladas en unas tumbas y la escasez o la simpleza del menaje fúnebre encontrado en otros sepulcros. En muchos de estos enterramientos, se hallaron también restos de llamas o guanacos que se sacrificaban para acompañar al difunto, tal vez para aliviar la carga del viajero de la eternidad. Del mismo modo, se descubrió que casi siempre la posición de los cuerpos tenía la orientación este-oeste, además de colocárselos de decúbito lateral, esto es, tendido sobre un costado, mientras que la cabeza se ubicaba en el extremo oriental de la tumba.
Un producto cultural, en definitiva, como el del valle de Santa María o Yocavil, aunque fuera el de más perfecto acabado en su configuración artística como arquitectónica, política, económica y social para proyectarse a la historia, nunca pudo ser el resultado de una creación del espíritu puro de los pueblos santamarianos, sino que al mismo tiempo fue seguramente la consecuencia del encuentro y la interacción más o menos intensa, según los vaivenes de los tiempos, con otras civilizaciones vecinas, como la cultura del valle contiguo de Belén -hacia al sur y al oeste catamarqueño-, con quien hubo ciertamente comunicación e intercambio cultural y comercial por la conexión geográfica más accesible que tenían. De ahí que ambas creaciones culturales muestren rasgos comunes en toda la variedad de sus universos espirituales. Pero es cierto que en los tiempos que precedieron inmediatamente a la invasión española -y aún durante los largos años de su resistencia- se dio la mayor integración entre estos valles, movidos sobre todo por la necesidad imperiosa de unir fuerzas y esfuerzos para una coordinar una estrategia común que confederase sus potencias de ataques y defensa. Lo cual, desde luego, hizo su aporte indeleble en la evolución cultural del valle de Santa María, sin que por eso desdibujase el rostro propio y ancestral de su espíritu.

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Fuentes:
* Ampuero,Gonzalo: Cultura Diaguita, Serie Patrimonio Cultural
* Pérez Gollán José Antonio - Diaguitas y Mayas - Ciencia Hoy: Revista de divulgación científica
* Período de desarrollos regionales - Por: Myriam Noemí Tarragó - Catamarcaguía.com.ar
* Claudia Alicia Forgione - Facultad de Filosofía, Historia y Letras
Universidad del Salvador - De la oscuridad, el diluvio y la nueva generación de hombres. Historia y mito en la cultura andina del noroeste argentino - Espéculo: Revista de estudios literarios. Universidad  Complutense de Madrid
* Los diaguitas - Identidadaborigen.com.ar
* Cultura Santa María - Arteceramico.com.ar

*La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina


(c) Hugo Morales Solá

miércoles, 24 de agosto de 2011

La cultura Santa María: el esplendor diaguita - Parte II

La ciudad de piedra, los pucarás

Más abajo del mochadero (cerro ceremonial) y del sector residencial del gobernante y su corte militar, en las áreas más elevadas del cerro que albergaba su existencia, se desarrollaba la vida y la convivencia lisa y llana, donde se emplazaba el tejido urbano con sus casas de piedra, cuadradas o circulares, muchas con alguna dependencia que servían incluso para almacenar parte de las producciones de sus cultivos. Las viviendas eran construidas con parte de su altura enterrada en el suelo (algo así como casas pozos) para aprovechar el abrigo de la tierra y la protección contra los vientos. Allí estaba también la zona de trabajo cotidiano de sus mujeres, jóvenes y hombres que se dedicaban a la producción de la alfarería, la metalurgia y los tejidos con lana de llama y vicuña. Casi todos los pertrechos bélicos, como flechas, arcos y hachas, diseñadas y decoradas para la guerra, eran fabricados en ese sector urbano, cuya materia prima era extraída de los yacimientos mineros de las montañas que envolvían a sus valles. Pero también los discos y escudos que protegían los cuerpos de los guerreros, las manoplas, campanas y otras piezas de diversa utilidad para el ataque como para la defensa de las tropas de hombres que se preparaban desde siempre para la estrategia militar salían de los talleres de este sector de labores comunes. Allí se tejía también la típica cestería diaguita, cuya materia prima fue siempre la fibra de juncos y chaguar. Todo lo cual dejó una clara evidencia de una cultura que resplandeció igualmente en la metalurgia que destinaba los metales comunes para la construcción de armamentos y todas las piezas de uso bélico, así como las herramientas de trabajo, mientras que los metales preciosos, como el oro y la plata, eran preservados para el uso religioso, cuyos objetos más valiosos servían de ofrenda o recipientes de ofrendas para los dioses de la mitología diaguita. Dice Myriam Tarragó que en esta cultura prevaleció también la antigua tradición de poner la técnica, en este caso la metalurgia, al servicio de lo ideológico. Pero a diferencia del diseño sobrecargado de figuras de la cerámica, el arte en los metales se distinguió por una decoración escasa y sobria, donde se perciben sobre todo cabezas humanas y serpientes u otros animales sagrados. En la producción metalúrgica, se usó siempre el método de vaciar los metales fundidos en moldes.
Pero muchas viviendas se extendían hasta las áreas de cultivo y pastoreo, más allá incluso de los faldeos de la montaña que los cobijaba y se mezclaban también con los algarrobales, cuyo fruto recolectaban para alimentarse y elaborar a la vez la “chicha”, la bebida ritual, de alto contenido alcohólico que servía para preparar los espíritus que se abrían así al intenso trance de comunicación con la madre tierra y los demás dioses del panteón nativo.

La agricultura

La Pachamama, precisamente, repartía sus dones a quienes la trabajaban con esfuerzo en páramos muchas veces secos y casi desérticos. Por eso, era el jefe de la tribu el responsable de distribuir la tierra a las familias que se ocuparían de trabajarla. Los campos de cultivos eran explotados mediante diferentes sistemas de trabajo que permitieron aprovechar la más diversa topografía de las quebradas. En primer lugar, explotaron intensamente el suelo del fondo de los valles para cultivar papa, quinoa, batata, maíz y zapallo, por ejemplo. Pero también crearon técnicas adecuadas de labranza de la tierra, como el método de terrazas o andenes, sobre los faldeos de los cerros, luego de que el curaca organizara igualmente la construcción de toda la andenería y su mantenimiento. Finalmente, diseñaron la explotación de cuencas de alto rendimiento, a través de sistemas de riego y construcción de represas, con lo cual pudieron administrar celosamente el agua escasa de la región.
El algarrobo o “taco”, fue un árbol santificado por la devoción diaguita, tal vez en reconocimiento de los usos múltiples e intensos que aprendieron a aprovechar de él. En efecto, además de la abundante madera que les proporcionaba para alimentar los hornos donde cocinaban la cerámica que producían y fundir los metales de los talleres metalúrgicos, la corteza del algarrobo les proveía de las sustancias para elaborar tinturas firmes para teñir sus tejidos. Del mismo modo, el fruto servía para destilar la bebida no menos sagrada de la “chicha”, así como para fabricar la harina necesaria para elaborar el pan conocido como “patay”.

La guerra y la defensa

El diseño de la ciudad de piedra, ordenado y compacto, con viviendas individuales para familias que no eran muy numerosas -aunque había también casas comunes que podían albergar a familias expandidas que reunían a hijos de diferentes madres, unidos bajo la atracción de la figura paterna- es una muestra inequívoca del nivel de perfeccionamiento cultural que alcanzó este conglomerado étnico, si bien el desarrollo urbano no llegó a responder, por supuesto, a ninguna planificación previa, sino que su evolución fue espontánea, como un resultado de la necesidades sociales, familiares e individuales de la comunidad diaguita. Esto permitió, a la vez, que esa evolución se irradiase por todos los valles del Noroeste argentino y que la calidad de sus construcciones sobreviviesen al avance de los siglos, como la ciudad sagrada de los Quilmes, un pueblo que aunque no perteneció a la misma matriz gentilicia de los diaguitas, pudo adaptarse y asimilar como suya la cultura del Yocavil. Otras concentraciones importantes de viviendas en este valle pudieron descubrir los arqueólogos en las zonas de El Pichao y Tolombón, así como Las Mojarras y Rincón Chico.
Del mismo modo, la construcción de los pucarás revela la evolución superior de las artes militares de una nación cuya cultura tuvo ciertamente mucho de guerrera. Eran verdaderas fortificaciones de piedra destinadas al refugio y la defensa de la mayor parte de la tribu, con sus extremos que reforzaban la muralla del pucará, ubicado generalmente en algún punto elevado del cerro, donde se alistaban los soldados que acompañaban al pueblo en el refugio serrano. Sucedía que la convivencia entre las diferentes comunidades aborígenes de la zona fue muchas veces hostil, tentada una y otra vez al asalto expansionista de un territorio sobre otro, motivado por necesidades insatisfechas como el hambre que empujaba a las poblaciones y los ejércitos a invadir cultivos y cosechas de los pueblos vecinos o tan solo la apetencia de dominación. Lo cierto fue que esa coexistencia determinó una complicada estructura de relaciones en la vida entre los pueblos de la región calchaquí, tanto en lo social como en lo político y económico. Justamente, el espíritu belicoso de los diaguitas determinó que en los valles calchaquíes tuviera lugar la mayor y más feroz resistencia al dominio español, cuya obstinación por preservar la libertad demoró en 130 años la conquista de estos altos valles del noroeste, después de la efectiva dominación hispánica de lo que había sido todo el gran imperio de los incas y las extensas llanuras del este argentino.

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Fuentes:
* Ampuero,Gonzalo: Cultura Diaguita, Serie Patrimonio Cultural
* Pérez Gollán José Antonio - Diaguitas y Mayas - Ciencia Hoy: Revista de divulgación científica
* Período de desarrollos regionales - Por: Myriam Noemí Tarragó - Catamarcaguía.com.ar
* Claudia Alicia Forgione - Facultad de Filosofía, Historia y Letras
Universidad del Salvador - De la oscuridad, el diluvio y la nueva generación de hombres. Historia y mito en la cultura andina del noroeste argentino - Espéculo: Revista de estudios literarios. Universidad  Complutense de Madrid
* Los diaguitas - Identidadaborigen.com.ar
* Cultura Santa María - Arteceramico.com.ar


*La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina


(c) Hugo Morales Solá




* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina



viernes, 19 de agosto de 2011

La cultura Santa María: el esplendor diaguita - Parte I

Tal vez los diaguitas, la nación indígena más importante del norte de los Andes argentino-chilenos, ejercieron su señorío sobre toda la zona de los valles del noroeste desde mediados del siglo IX, aunque su mejor creación artística, la cultura Santa María, alcanzó su esplendor antes de la llegada del invasor inca, cuando terminaba el siglo XV.
La gran producción de artesanía, el culto a los muertos, sus cementerios, y las complejas obras hídricas, así como la construcción de las viviendas y las fortificaciones destinadas a defender a las poblaciones de las diferentes agresiones externas son muestras claras de esta evolucionada cultura nativa del gran valle del Yocavil, cuya zona de influencia se extendía, naturalmente, hasta su prolongación al norte, en el valle del río Calchaquí, que habitó el Período Tardío, según la clasificación del arqueólogo Rex Gonzalez que hiciera en 1962 sobre la cronología de las apariciones de las diferentes sociedades agroalfareras preincaicas.
Una etnia tan numerosa como la diaguita, que llegó a ocupar toda la actual provincia de Catamarca, el sur de La Rioja, los altos valles del extremo oeste tucumano y suroeste salteño, alcanzó en la región santamariana una población de alrededor de 20 mil habitantes, cuya identidad, desde luego, se fue dispersando en la misma medida en que fueron abarcando cada vez más territorios estables para asentar su convivencia y cada una de las tribus fue tomando el nombre del lugar que habitaban o del cacique que los gobernaba. Los pueblos indígenas de toda la zona de Catamarca y el centro y norte de La Rioja -incluso hasta una parte del este sanjuanino- retuvieron el nombre original de Diaguitas, una identificación quechua (“tha kita”, o sea, “de una región apartada” del Tawantisuyu), dada, en realidad, por el invasor inca que después el conquistador español castellanizó y tomó definitivamente como una manera de caracterizarlos. Pero, en verdad, esta nación originaria se llamó siempre a sí misma “Pazioca”. Lo cierto fue que en la región de lo valles Calchaquíes asumieron este nombre y en los demás valles de Salta se los conoció como Pulares, todos unidos por la lengua madre del kakán, que desapareció sin dejar casi ningún rastro con la invasión inca. Pero ni el macizo cordillerano fue un obstáculo par que este pueblo se expandiera por las tierras del lo que se conoce como el Norte Chico de Chile hasta ocupar por completo la región del complejo agroalfarero de El Molle, donde las investigaciones arqueológicas realizaron numerosos hallazgos de vestigios y yacimientos que permitieron vincular a estas sociedades bajo una misma matríz étnica.

La alfarería

En Yocavil, los diaguitas-calchaquíes se multiplicaron en Tolombones, Yocaviles, Ingamanas o Incamanas, Calchaquíes, Amaichas, Anguinhaos, Cafayates y Encalillas, entre otros pueblos, que ocuparon también el valle del río Calchaquí. Algunos más agresivos que otros, unos más expansivos que sus vecinos, su vida y el producto de su trabajo giraron siempre en torno del perfil que como sociedad aprendieron a dibujar de sí mismos. Es decir: los pueblos más sedentarios destinaron su creatividad y su arte al trabajo agrícola y ganadero y a la producción de la cerámica y metalurgia que esas ocupaciones les demandaban. Ellos fueron los grandes creadores de la alfarería que brilló entre otras culturas, no sólo por la destreza de sus artesanos sino por la imaginería desplegada en la decoración de cada uno de los objetos que servían para el uso doméstico, como para la utilización laboral, así como toda la cerámica ceremonial. Del mismo modo, la variedad de metales que ofrecían las montañas que los envolvían, desde los más comunes hasta los preciosos, sirvió para desarrollar el arte inagotable que elevó su espíritu por encima de los tiempos. Ciertamente fue, para numerosos investigadores, la cerámica más exquisita de los pueblos americanos por su perfecta terminación, la belleza de los diseños y la armonía de los colores, aun en los utensilios domésticos, como ollas, platos, jarros, escudillas o cuencos y, con mayor razón, en los objetos de uso ritual o para destinarlos a los difuntos. El negro y el rojo fueron siempre los colores dominantes de toda la creación artística de los diaguitas del valle de Santa María, pero en períodos que siguieron su evolución cultural fueron apareciendo otras coloraciones como el gris, el blanco o amarillo que sirvieron para representar las más diversas figuraciones humanas o animales, sobre todo las que simbolizaban las siluetas ofídicas o las del sapo o el suri, a quienes se les rendían un culto religioso. Sin embargo, el cuerpo humano -tal vez como una proyección del misterio de la propia existencia y del valor que en sí mismo aprendieron a dar a la naturaleza humana- asumió la mayor diversidad de todas las representaciones, no sólo en la creatividad de las pinturas sino en la plasticidad inagotable de la cerámica que él ayudó a modelar. Las formas cuadriculadas o la geometría de líneas quebradas en ángulos rectos o cerrados, con toda la inacabable gama de combinaciones, fueron también recursos fáciles que sirvieron para dar vida a esta cultura natural de los valles calchaquíes. Tanta vida pudieron dar estas creaciones que es típico del arte santamariano que sus piezas -generalmente las funerarias- no tengan espacios libres de dibujos, sino que toda su superficie esté ocupada por figuras diversas, perfectamente delimitadas por líneas de demarcación que van separando una forma de otra dentro de la gran complejidad de signos, símbolos y representaciones que pueden habitar en una misma cerámica, uniformada tal vez por una sola tonalidad de fondo, pálida u oscura, que tiñe todo el objeto.

Sociedad y religión

Como en todas las comunidades andinas, la creación cultural de los diaguitas del valle de Santa María fue una expresión clara del sistema de creencias, de los códigos éticos y estéticos, de sus valores sociales, políticos y religiosos. En fin, un producto cultural que respondió naturalmente a esa complejidad espiritual, que además estuvo determinada por el medio ambiente que poblaron desde siempre.
Myriam Tarragó concluyó, por ejemplo, que esta etnia calchaquí mostraba también los patrones de asentamiento de otras poblaciones naturales de valles y quebradas del noroeste argentino y de la cordillera de los Andes. En primer lugar, elegían un cerro de formas y características especiales que les sirviera de defensa, abrigo y elevación espiritual, para que en torno del cual y desde su cumbre se descolgasen grandes racimos residenciales que irían, además, dibujando el mapa social de la ciudad, esto es, de ese modo quedaba claramente configurado el rango de las clases sociales y política de la población. En ese tejido urbano, se distribuían la casta política, que acompañaba al curaca o jefe de la tribu en el gobierno de su señorío, que podía abarcar varias tribus de la zona, cuyos caciques se subordinaban al poder de ese gran jefe y cuya ubicación se extendía por la franja más alta del monte sagrado que auspiciaba la convivencia de la sociedad nativa. Un costado de la misma montaña -o a veces un morro contiguo- era elegido como mochadero o cerro ceremonial, un altar natural elevado a los dioses de su espiritualidad, presidida invariablemente, por supuesto, por la Pachamama, madre de la tierra y de todos los seres y las cosas que existen alrededor de la presencia humana, y matríz de todas las deidades menores de la religiosidad diaguita.
En su honor, precisamente, había toda una alfarería lujosa y notable, diferente de la de uso doméstico por la variedad de tamaño y por el claro misticismo de las pinturas que ofrendaban al panteón de los dioses de los cielos y de la tierra, a quienes debían agradecer cada latido de la existencia, así como los grabados inmortales en las grandes piedras sagradas que muestran los murales adoratorios donde, en grandes representaciones, se ofrecía a la divinidad desde la propia presencia humana hasta la variedad animal propiciatoria de la buena voluntad de los dioses. Pero los tejidos llegaron a tener igualmente una importante significación religiosa, porque evidenciaban las jerarquías de las vestimentas de los sacerdotes, aunque del mismo modo servían en lo político para simbolizar el poder de los curacas, casi siempre confundido con el poder de lo sagrado. Lo cierto era que las túnicas -los “unkos”-, los mantos, las fajas y los gorros, que tejían las tejedoras para vestir a quienes encarnaban la autoridad de sus creencias y a los jefes de sus pueblos, eran el ropaje más ostensible del poder espiritual y político, al que acompañaban con vistosas piezas metálicas, como los brazaletes y discos pectorales de bronce.
El adoratorio, era otra área ritual, según los patrones de asentamiento de las comunidades diaguitas que relevó el análisis de Myriam Tarragó. Este lugar era presidido siempre por el “chamán”, una suerte de sacerdote médico que atendía las necesidades de salud espiritual y física de la comunidad. El mochadero estaba destinado a todas las expresiones de su religiosidad, a través de las ofrendas a la Pachamama, en primer lugar, para rogar por la fertilidad de los campos, el buen viaje del peregrino, el buen parto de las mujeres y la felicidad en todas las empresas. Allí estaban además los altares de piedra donde se impetraba por la lluvia, siempre escasa e insuficiente. Al cielo iban dirigidas las ceremonias propiciatorias de algún aguacero, con todos los objetos de cerámica y bronce, oro y plata, y de los mismos agujeros en las piedras sagradas, cuyas cavidades eran llenadas de agua para que su vapor ascendiera en busca de las nubes cargadas de agua. Pero el ritual mayor era presidido por Inti, el padre Sol, ante quien la comunidad era capaz de llegar al sacrificio de alguna de sus doncellas adolescentes para suplicarle con desesperación la finalización de la sequía.

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Fuentes:
* Ampuero,Gonzalo: Cultura Diaguita, Serie Patrimonio Cultural
* Pérez Gollán José Antonio - Diaguitas y Mayas - Ciencia Hoy: Revista de divulgación científica
* Período de desarrollos regionales - Por: Myriam Noemí Tarragó - Catamarcaguía.com.ar
* Claudia Alicia Forgione - Facultad de Filosofía, Historia y Letras
Universidad del Salvador - De la oscuridad, el diluvio y la nueva generación de hombres. Historia y mito en la cultura andina del noroeste argentino - Espéculo: Revista de estudios literarios. Universidad  Complutense de Madrid
* Los diaguitas - Identidadaborigen.com.ar
* Cultura Santa María - Arteceramico.com.ar

*La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina


(c) Hugo Morales Solá



miércoles, 10 de agosto de 2011

La Pachamama: diosa de los Andes - Parte II

El culto a la madre tierra es el culto al universo





La idea de Madre Tierra no parece identificar acabadamente al espíritu de la Pachamama, si bien es la noción inmediata que resuena con su evocación. Sin embargo, este rótulo parece ceñir la dimensión de una espiritualidad que definitivamente es mucho más amplia. Pachamama es, como se dijo, el culto a todo lo creado, a la existencia misma del universo y al misterio que gobierna todos sus ciclos y dispone ese orden inexplicable a las pulsiones de la naturaleza. Rigoberto Paredes recuerda, por ejemplo, que "Pacha significa tiempo en lenguaje kolla, pero con el transcurso de los años, las adulteraciones de la lengua, y el predominio de otras razas, finalizó confundiéndose con la tierra".
Pero es cierto: la morada de la Pachamama es la tierra. Por eso, sus ritos exigen la apertura de un pequeño pozo para enterrar allí todas las ofrendas que vinieron de ella, para agradecerle todos los frutos que ella prodigó generosamente. Ahora bien, se tiene a la tierra como la residencia de la Pachamama en la cultura indígena, porque el suelo es el espacio del universo más próximo que dispone el hombre. Es lo primero que pisa naturalmente desde que nace para habitarla y para que lo habite por adentro de su espíritu. Pero, en todo caso, esto es nada más que un símbolo de su presencia que todo lo abarca, que todo lo alcanza y todo lo comprende, así en el cielo como en la tierra.

Señora de la vida y la muerte

Y es la Pachamama la que "da la vida y también la recoge". Por eso, ella es igualmente señora de la muerte, a cuyo paso guía y purifica, limpia el alma y el cuerpo de las manchas de las mezquindades humanas que sirven de anclaje en las oscuridades del más allá. "Es la gran devoradora de cargas, lastres, dolores, es la gran recibidora de todo", enseña Huamán Reyes. "En sus ritmos de amor -avanza-, hay tiempos en que absorbe a los seres hacia la oscuridad primigenia. Les quita las carnes con que se vestían, les muele cuidadosamente los huesos con que se erguían, los limpia también de errores y pecados que pudieron ensuciarles el alma. En esta avocación, como 'devoradora de inmundicias' que purifica periódicamente a todos los seres de la 'superficie' la hallamos en todas las tradiciones de la América andina, en la simbólica del descenso purificador-destructivo a las profundidades".
En un sentido profundo, la concepción indígena de la Pachamama es también de naturaleza filosófica, en tanto ella ayuda a encontrar el significado de la existencia de los hombres en la Tierra. Es, en efecto, una consubstanciación de la energía del universo con la de la humanidad, porque ésta depende enteramente de aquella y aquella encuentra un sentido abriendo sus esencias para dar vida y albergar a los hombres. Por eso, la religión de la Pachamama es el cordón espiritual que hermana en una sola identidad a todos los pueblos americanos. Su sello americanista identificó desde siempre de una sola manera a los aborígenes de una punta a la otra del continente.
"Pachamama... ¡Kusiya, Kusiya!". La oración de agradecimiento a la Madre Tierra que inicia el rito ancestral es la manifestación espiritual que resuena en todos los valles de los Andes. Kusiya es un vocablo quechua que expresa alegría. Es el júbilo del reencuentro, de la comunión con la tierra de cuyo barro deviene la existencia y en cuyo polvo encontrará el final de los días la presencia del nativo en América. Pero esa comunión es también la responsable de sostener las generaciones que continuarán la identidad aborigen. Ella es la que dará a la vez los medios para vivir y convivir y reinará entre los cerros y quebradas y presidirá todos los días -los cotidianos, desde entregar el primer trago de chicha al suelo para que la Pachamama la absorba, y los especiales como el nacimiento de los hijos, la muerte de los ancianos y los guerreros, y hasta la misma guerra-, porque ella es la perfecta envoltura de la vida de los hombres originarios de este continente.

La corpachada

De ahí que el primer día de agosto de cada año del hemisferio Sur, la Madre Tierra comienza a abrir sus entrañas para ser fecundada y muestra todos los entresijos de sus misterios. A partir de allí la tierra parda del invierno sacude su sequedad y busca al padre Sol para despertar la fertilidad que estallará en la primavera del mes siguiente. Agosto será el mes largo y empedrado de la transición del invierno a la tibieza y el verdor que precede al verano. Pero en sus días habrá vientos que asfixiarán y atmósferas que agobiarán y serán los ancianos los más expuestos a los cambios de estación. Entonces, los pueblos andinos sudamericanos pedirán protección a la Pachamama para atravesar el interminable agosto, para gozar después de las generosidades que ella prodigará cuando maduren los frutos del trabajo y los animales rebosen de carne y leche.
Este sentido, tan simple y profundo, permite percibir en toda su dimensión el ritual de la "corpachada", una voz que viene igualmente del quechua y alude a "quien da hospitalidad", como enseña la investigación sobre las tradiciones en Laguna Blanca, un pueblo aborigen de la puna catamarqueña, a cargo de la Universidad Nacional de Catamarca, y enfatiza especialmente el culto a la Pachamama. Por eso, "corpachar" quiere decir literalmente eso: entregar las ofrendas a la Pacha que abre su piel en el pozo ritual para "darle de comer" y compartir con ella todo lo que volverá a dar más tarde con generosidad.
La jornada del primer día de agosto debe comenzar muy temprano, antes de que el sol se levante sobre las montañas. El primer acto es esparcir sahumerio por toda el área donde tendrá lugar la ceremonia. Los inciensos sagrados purificarán el ambiente y los espíritus, a la vez que servirán para ahuyentar los males que puede traer el inestable mes que está comenzando. Las mujeres se ocuparán después de cocinar los mejores manjares que recibirá, en primer lugar, la diosa tierra, así como parte del gran acopio de bebidas alcohólicas, además de la chicha. Los hombres, mientras tanto, cavarán el agujero en la tierra e irán entonando la garganta con coplas religiosas y abundantes tragos del néctar fermentado de las uvas. Eric Boman rescata una oración del día festivo de agosto dedicada a la apertura de canales de riego. Dice en quechua: “Pachamama, Santa Tierra, caihatundiapi hamuico mapaicamoj...huahuas miquicuna. Kan Pachamama caipikanki ihujpa...patapi. Kancuna Huihuahuanquichaj tucuilla. Ñokaicu huatapac kutimusajku muchasuj concorimanta. Cunan caihatundiapi benediciunta churahuichac ñaripuseiku huasicumanta chica contentos icusiskas. Adios Pachamama Pachatata”. Pero el mismo antropólogo y arqueólogo traduce al español la plegaria vallista: “Pachamama, Santa Tierra, en este día grande hemos venido a saludarte todos tus hijos. Tú, Pachamama, estás aquí y otro dios en lo alto. Vosotros nos criáis a todos nosotros. Para el año volveremos de rodillas a besarte. Ahora en este día grande danos tu bendición. Ya nos vamos muy contentos a nuestras casas y nos alegraremos. Adiós Pachamama, Pachatata!”.
Los hombres saben que agosto será un mes de escasez y el festín servirá para cargar las energías necesarias para cruzarlo de pie. Al mediodía, cuando el sol corona la jornada, tiene lugar la corpachada: la Madre Tierra recibirá las mejores comidas y bebidas que prepararon, luego se ofrecerán las hojas de coca que energizan los músculos y hasta los paladares se desprenderán de los acullicos, esas pequeñas pelotas de hojas de coca que amasan con la saliva en la boca. Inmediatamente asperjarán el pozo con estiércol molido y perfumes de los valles, mientras se escuchan los cantos de alabanza para pedir buenas siembras y mejores cosechas. A la vez, agregarán granos de maíz y semillas de todos los cultivos que practicarán en cualquier valle de los Andes como de las cadenas montañosas del noroeste argentino. En los valles calchaquíes, precisamente, el rito se respeta con la misma fidelidad de los siglos. Cuando el sol comience a declinar su luz y la tarde vaya pintándose de noche, los hombres y mujeres cerrarán el pozo con piedras en un pequeño montículo de cincuenta centímetros a un metro de altura, que será el altar de canto rodado para identificar el lugar de un nuevo culto que se hizo a la Madre Tierra. El pequeño monumento servirá además para que los viajeros se detengan con nuevas ofrendas y pidan por un buen viaje. Otros se acercarán para rogar por la salud de los enfermos y en el mismo acto invocarán a la Virgen María, cuya imagen se encontró en muchas apachetas de los caminos calchaquíes, por ejemplo. Es que como señalan los investigadores de la Universidad Nacional de Catamarca el culto mayor a la Pachamama junto con los referentes católicos conforman lo que se conoce como el "catolicismo andino".
La investigación académica señala que existen además otros ritos para agradecer a la Pachamama. Son las ceremonias, por ejemplo, de pasaje de la primera a la segunda infancia que tiene lugar con el primer corte de cabello, cuando los niños cumplen dos años. Este acto se llama "rupa chico" o "ruti chico", que consiste en trenzarles los cabellos de cada niño en lo que llamaron "simbas", para cortarlas y cambiarlas por crías de animales que serán de propiedad de los chicos.
En fin, la fiesta de agosto a la Pachamama seguirá toda la noche. Las comidas, el berberaje, las danzas en su honor y los bailes de alegría por la protección que recibirán de ella en el año santo que se abre serán las escenas que presidirá la luna hasta que el sol vuelva a asomar entre los cerros desvelados de alcohol y fervor religioso. Todo está en orden: la tierra se abrirá en surcos y beberá sedienta el agua que volverá a caer del cielo después de los meses secos del invierno, las semillas germinarán y crecerán hasta la siega. La vida y la convivencia, en suma, late en sintonía con la naturaleza que gobierna sincronizadamente la diosa Pachamama.


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* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina

(c) Hugo Morales Solá


miércoles, 3 de agosto de 2011

La Pachamama: diosa de los Andes - Parte I

El culto a la madre tierra es el culto al universo







Todo el espinazo andino de América del Sur está sembrado de apachetas y pequeños pozos rituales para rendir tributo a la Pachamama. El culto a la Madre Tierra es parte de todas las culturas nativas de este continente desde tiempos inmemoriales, más allá de sus diferencias en la cosmovisión del mundo y de la existencia, por encima de sus identidades étnicas y por arriba incluso de sus creencias particulares y del poder de cada nación originaria. La Pachamama, en efecto, es la divinidad mayor en toda esta región y parece haber formado parte de la naturaleza misma del ser más esencial de los pueblos que habitaron la cordillera de los Andes sudamericana. Nació tal vez con la constitución de cada uno de ellos, porque la tierra en definitiva era el elemento constitutivo de su existencia y de su identidad, así en lo individual como en lo colectivo. A la Madre Tierra le debieron -y le deben- todo: la vida y la subsistencia, esto es, la vida propia y la de los demás, y la de los animales y vegetales que servían para el alimento. Era también el territorio que habitaban, el medio ambiente que esculpió su personalidad y grabó los pliegues más profundos de su cultura. Era también las montañas y los valles que los protegían, los abrigaban y los cerros que también adoraron, así como los dioses de piedra que dormían desde siempre en sus laderas y los metales comunes y preciosos que yacían en sus entrañas para transformarlos en instrumentos útiles para la convivencia cotidiana y para la guerra, así como para ostentar toda la pompa del poder de los reyes. La tierra proveía igualmente el agua imprescindible para seguir vivos y era, en suma, el gran útero de la naturaleza que todo lo contiene y todo lo sostiene, incluso -sobre todo- la vida de los hombres. En definitiva, era el ser vivo omnipresente que sacralizaron desde sus orígenes. Por eso, el culto a la Pachamama se extiende naturalmente a todo el planeta y a toda la naturaleza. Mejor aún: ella es el universo inexplicable e inabordable en toda su dimensión.
Tal vez este culto fue -y es- el elemento religioso que igualó y, más aún, hermanó a los pueblos originarios de esta región continental. No sólo eso: también creo sobre ellos una de las conciencias más importante que se haya conocido sobre el respeto y la defensa del medio ambiente, porque es él mismo el objeto de su veneración y agradecimiento por todo lo que les dio y sigue dando. En otras palabras: cualquier atentado en contra suyo significaría claramente un acto de ingratitud, pero a la vez una manifestación indudable de insensatez: no se puede atacar al ser que precisamente provee de todo lo necesario para vivir y convivir.

Las ofrendas y oraciones

Eric Boman enumera, según la cita del libro "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto" de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy, los momentos de la vida del hombre andino en que hace ofrendas y oraciones a la Pachamama: en la siembra, para obtener una buena cosecha, en la caza para tener muchas piezas, en el hilado de lana para que el hilo no se corte y el trabajo vaya rápido, en los viajes, para evitar peligros y enfermedades, en la matanza de animales domésticos para su alimentación, para hacer “volver el espíritu” de una persona que ha sido asustada, para evitar la dispersión y pérdida del ganado cuando pasta en los cerros, antes de beber bebidas alcohólicas, al coquear. O sea: se trata de una presencia permanente de la Pachamama en la vida espiritual y material de los nativos de América. Cada acto cotidiano, cada momento común de todos los días, así como los emprendimientos importantes y, por supuesto, en las ceremonias religiosas especiales la Pachamama preside siempre la vida individual, familiar y social de estos pueblos.
Es, en verdad, un culto sin memoria, porque no hay ninguna certeza sobre sus orígenes. Pero es lógico que así sea o, en todo caso, la Pachamama es tan antigua como el mismo universo, si es en definitiva la misma realidad. Precisemos más el concepto: ella es tan antigua como la existencia del hombre en América, que es quien instituyó este credo. Lo que sí parece claro es que se trata de una veneración a un ser sagrado femenino, como es la Madre Tierra, encarnado siempre en las formas de mujer, aunque las culturas andinas no fueran, en general, de estirpe matriarcal.

Inti por la Pachamama

Pero el período incaico parece haber desplazado la preeminencia de la Pachamama en la cumbre de la pirámide de las creencias de los pueblos andinos. Durante el imperio de los incas, en efecto, se impuso la adoración a Inti, el dios Sol, como la mayor divinidad de su panteón religioso, y a la Pachamama se la aceptó y respetó entre las creencias de los pueblos dominados, pero siempre por debajo del culto al astro mayor del firmamento. Según Huamán Luis Alberto Reyes, "en tiempos de los incas el centro divino cambió trasladándose al Sol, y el culto a la Pachamama fue oscurecido y desplazado por Inti y Quilla, por Viracocha y los Hijos del Sol". En su tesis doctoral, Reyes señala que "la religión antigua, dirigida a la Tierra, sobrevivió en la veneración popular a las huacas, que eran las expresiones locales de lo sagrado. Los incas admitían esta supervivencia, controlada por ellos desde el Cuzco, porque las raíces duales del pensamiento andino admitían siempre la contraparte: lo alto y masculino podía tener su contraparte baja y femenina. La admitían también porque el culto oficial del Sol tenía un sentido elitista. Correspondía propiamente a los hijos de Inti, no a los simples hombres del pueblo".
Estaba claro que se había impuesto no sólo un culto a un dios masculino, sino además que se imponía la cultura dominante de rasgos fuertemente machistas, una de cuyas características era divinizar la humanidad de sus emperadores después de muertos. Tal vez por eso el espíritu inca no podía rendir tributo a una dios femenino, porque el lugar de la mujer estaba siempre por abajo del hombre. Por eso Huamán Reyes sostiene que "cuando Pizarro mata a Atahualpa, cuando el Sol es derrotado por el Dios de la Biblia, se produce un curioso fenómeno. Por un lado, Inti es reemplazado con relativa facilidad por el Dios cristiano, que también es varón y tiene su dominio en los cielos. Pero no declinan junto con el Sol las antiguas divinidades locales sino que, por el contrario, ellas recuperan su preeminencia".
Entonces, ¿la Pachamama recuperó su lugar de privilegio en el altar de las creencias indígenas después de la caída del imperio de los incas y de la irrupción del conquistador español en estas tierras? Absolutamente, porque ella era anterior y natural al espíritu religioso de los pueblos dominados, cuyo arraigo inmemorial fue desde luego mucho más profundo y firme que el culto que impuso el incario, si bien tampoco desapareció Inti de las aras rituales de América del Sur. El tiempo, la historia, la evolución de las sociedades nativas y su mixtura con las colonias conquistadoras fue mezclando, en definitiva, la suma de estas creencias milenarias de Sudamérica con las devociones que recién llegaban del otro lado de los océanos, cuya transformación, con el impulso de los siglos, moldeó perfectos sincretismos religiosos donde se fundió el culto de la Pachamama e Inti con la fe en el Dios de los cristianos y la veneración de la Virgen María y los santos católicos en un solo altar de piedra que sirvió para que los aborígenes manifestasen un espíritu religioso singular y único, incomparable con otras fervores místicos.
"Pacha" es tierra -por extensión, universo- y "mama" es madre en las lenguas americanas. La madre es quien da la vida y la sostiene. A ella hay que honrarla y agradecerle todo lo que de ella se recibe. Se le debe entonces respeto y cuidado, como a todo ser con vida, con el mismo desvelo que se atiende a un hijo, porque la Madre Tierra, en realidad, es quien primero cuida de la existencia de la humanidad. La religión de la Pachamama es auténticamente un vínculo de afectos de la madre a los hijos, cuya naturaleza pudo fusionarse fácilmente con el cristianismo porque precisamente no contradijo sus dogmas. Resulta válido concluir, entonces, que el culto a la Madre Tierra es un camino legítimo para el conocimiento de Dios desde una cosmovisión auténticamente indigenista, que incluso en muchos aspectos se presenta compatible con las enseñanzas de la religión católica. De ahí que la Iglesia respete esta creencia y acepte su mixtura con los valores esenciales del cristianismo.

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* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina

(c) Hugo Morales Solá

lunes, 1 de agosto de 2011

Los menhires de Tafí del Valle y la cultura de los tafíes - Parte III

Los menhires y la historia

Unos dos siglos antes de que irrumpiese el imperio de los incas por los valles del noroeste argentino, esto es, a la altura del 1200, los diaguitas ocuparon el valle de Tafí. Se instalaron sobre las ruinas de quienes habían sido sus habitantes naturales, cuyo surco histórico se había perdido en las oscuridades de varios siglos anteriores, e imprimieron su presencia por sobre la de los tafíes que ya no estaban. Por eso, la investigación científica requirió de grandes esfuerzos para llegar a diferenciar sin fundir en una sola cultura lo que fue en realidad una sucesión de estampas culturales que dos pueblos grabaron en el silencioso valle de Tafí. Vinieron desde los valles contiguos de Yocavil y El Cajón, pero la impronta indudable fue la marca santamariana, como el producto cultural más evolucionado de la región a esa altura de los tiempos. Llegaron pastores y agricultores que modificaron, por ejemplo, el paisaje de casas circulares de piedra por las viviendas de pircas rectangulares semienterradas, aunque utilizaron los espacios de almacenamiento de las cosechas que habían dejado los tafíes y agregaron otra variedad de silos de contornos igualmente circulares. Trajeron, desde luego, las nuevas tecnologías agropecuarias de la época y la incorporaron a la piel del valle, donde quedaron incrustadas para la historia. Por fin, impusieron sus regímenes de gobierno y una economía superior, naturalmente, a la de siglos atrás, así como una espiritualidad con fisonomía propia, sin que por ello hayan despreciado -y aun demolido- a los pétreos sobrevivientes de la cultura anterior.
Apenas doscientos años duró la ocupación diaguita del valle de Tafí. A fines del siglo XV, toda la región valliserrana del noroeste argentino cae bajo la dominación incaica y este pueblo natural del valle del Yocavil comienza a abandonar lentamente el valle de Tafí por la misma vía por la que habían ingresado, es decir, por el Abra del Infiernillo, que conecta geográficamente a ambos valles de altura. Pero, por supuesto, dejaron las mejores huellas de su genio artístico: la alfarería santamariana, de perfecto acabado y de una estética insuperable.
El dominio del valle de verde esplendor pasó de la brevedad inca a las cruentas guerras de resistencia, por parte de las comunidades nativas que habitaban los valles calchaquíes -incluso los diaguitas que se habían quedado en Tafí del Valle, después de la llegada del invasor europeo- frente a un dominador desconocido pero más feroz: el conquistador español que ingresó a los valles calchaquíes en 1536 pero demoró ciento treinta años en someterlos definitivamente. El valle de Tafí era, desde luego, un punto de alto valor geopolítico para descender a la planicie tucumana que conectaba, a su vez, con el resto de la llanura chacopampeana, ampliamente apetecible a los intereses de la corona española, habitada por numerosas naciones de aborígenes de estirpe guerrera que, sin embargo, cayeron antes de los pueblos indígenas vallistos bajo el yugo conquistador.
Tafí del Valle estaba poblado por los descendientes de los diaguitas y de los incas que se habían establecido allí antes de la llegada de los españoles, conocidos por la historia y hasta por los propios españoles como “tafíes”, aunque los auténticos naturales de este valle habían desaparecido -por extinción o por migración- unos seiscientos años antes. Casi todos padecieron el destierro hacia diversas encomiendas que se desplegaron en la llanura tucumana. Pero ¿qué había sido -y qué sería- de los menhires, en medio de semejante pandemonium de la historia nativa tafinista?

El rescate

Según las investigaciones del Centro de Recuperación del Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de Tucumán, que conduce Josefina Racedo, “en los 500 años transcurridos desde la Conquista española, sufrieron distintos destinos y tratamientos. En su mayoría permanecieron en los sitios originarios y paulatinamente, fueron removidos sin ningún cuidado por los terratenientes, para ser utilizados en la construcción de viviendas (como dinteles o parantes de paredes, por ejemplo), o en los cercos de piedra (pircas) o como adorno para los portales de sus casonas”.
El documento del Cerpacu explica además que “en 1977, por orden de la dictadura militar instalada en 1976 -y siendo gobernador de facto de Tucumán, Antonio D. Bussi- los menhires son trasladados al lugar donde actualmente están emplazados, denominado “Parque de los Menhires” (se refiere al parque que estaba emplazado en La Angostura. Ahora están ubicado en el espacio conocido como La Sala, frente a la plaza de El Mollar, una localidad ubicada en la entrada oriental del valle, a 11 kilómetros de la villa de Tafí), con un fin exclusivamente “turístico”. “Para armar este ‘parque’ -continúa-, la dictadura obligó a los pobladores a entregar las piezas que permanecían en sus predios. Se les ordenó colaborar junto a los soldados, para trasladar en máquinas viales, o arrastrados con cadenas, 124 menhires extraídos de distintos lugares del valle. Situación que produjo no sólo el desmembramiento y pérdida definitiva de sus referentes arqueológicos, sino que dejó profundas huellas psicológicas en el conjunto de la población. Una política de ‘secuestro’, como fuera definida por los mayores de la comunidad”.
Esta situación motivó la coordinación de una política de rescate y conservación de las “piedras largas”. En los últimos 20 años, la comunidad del Valle, junto a organismos como la Universidad Nacional de Tucumán, “ha luchado inclaudicablemente -sostiene el Cerpacu- para devolverlos a sus lugares de origen (restituirlos a los sitios de emplazamiento es ya imposible). El Plan de Restitución de los Menhires, que se inicia en el 2000 con el traslado de piezas al predio de La Sala en El Mollar y continua desde el 24 de Marzo de 2002, con el progresivo traslado del resto, constituye la coronación de esos esfuerzo e inicia una etapa de rescate de este patrimonio milenario, en el que enraizan nuestra historia, cultura e identidad”.

La restauración

Desde setiembre del año pasado, una especialista chilena en conservación, restauración y protección de monolitos, coordinó un taller de conservación de menhires, organizado por la Dirección de Patrimonio de la Provincia, junto al Ministerio de Relaciones Exteriores de la Nación. Participaron también especialistas de Salta y Catamarca, así como de la carrera de Arqueología de la UNT, guías del parque y miembros de la comunidad indígena de El Mollar y Casas Viejas. La capacitación consistió en enseñar trabajos de restauración y conservación, a través de una limpieza profunda de cada uno de los menhires, que estaban cubiertos de líquenes, e iniciar un tratamiento para protegerlos de las lluvias, como los factores que más daño causan al latido eterno de estos tótems. "La importancia de los menhires reside, primero, en su tremenda belleza, pero sobre todo en su valor simbólico, ya que su significado todavía está en estudio. No es lo mismo que un patrimonio de pobladores que ya no existe. En este caso ellos están; son los herederos vivos, allí radica la trascendencia de conservar este patrimonio", ilustra Mónica Bhamondez Prieto. Alrededor de 20 ejemplares sobre los que se trabajó con productos hidrorepelentes ya están libres de líquenes, hongos y microorganismos en la primera etapa de trabajo que dirige la ingeniera chilena, que también tuviera a su cargo la restauración de los moai (escultura) de la Isla de Pascua. Según Bhamondez Prieto, el proyecto de restauración se completará en el invierno de 2012, ya que sólo es posible trabajar en períodos secos, por lo que en los meses lluviosos del verano deben interrumpirse las tareas. De todos modos, otro de los arqueólogos que trabajan junto a la coordinadora chilena, Osvaldo Díaz, estimó que durante este año se podrá terminar con la reparación del 50% de las piezas.

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Fuentes:
# Menhires: La verdadera historia - Centro de Rescate del Patrimonio Cultural - UNT
# Manasse, Bárbara - Una historia alternativa sobre el pasado prehispánico del valle de Tafí - Escuela de Arqueología – SECyT (UNCa)
# Geoarqueología de Carapunco, Tucumán - Andrés Gustavo Herrera - Facultad de Ciencias Naturales e Instituto Miguel Lillo. Universidad Nacional de Tucumán.
# Vivienda vernácula del noroeste argentino. El caso de la vivienda rural de Tucumán. Siete aspectos para una definición de la vivienda rural del Valle de Tafí - Gabriela Claudia Pastor - Universidad Nacional de Tucumán.
# Reproducción social doméstica y asentamientos residenciales entre el 200 y 800 d.C. en el Valle de Tafí - Julián Salazar - Tesis doctoral en la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC).
# Sitios web: www.tafidelvalle.com - www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

(c) Hugo Morales Solá

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...