jueves, 24 de noviembre de 2011

La cultura Condorhuasi - Parte I

   El gran valle de Hualfín, en el noroeste de Catamarca, fue sobre todo el medio ambiente que eligió este pueblo, cuyo nombre verdadero se esconde en la niebla del tiempo, conocido en la ciencia arqueológica como Condorhuasi, para identificarse con el lugar donde al cabo de los milenios fueron hallados los principales rastros de su modo de vivir y convivir, de subsistir, de ser y de creer. Todo aquello, en definitiva que en conjunto fuera el producto cultural de un espíritu colectivo que evolucionó con los siglos hasta mostrarse como la identidad compacta de un pueblo que resistió a la depredación del tiempo.
   Hubo otras manifestaciones de la vida de este pueblo más allá de Hualfín, como las de Alamito en Campo del Pucará o las de la Ciénaga en el mismo valle de Hualfín, ambas consideradas por diferentes corrientes de investigadores como culturas independientes o como proyecciones de Condorhuasi. Lo cierto fue que esta sociedad, que aparece en la historia de la arqueología en el tercer siglo antes de Cristo, rompió tal vez con su tradición migrante, que la vinculaba con las culturas del altiplano, cuando descubrió esta región de valles anchos y apacibles y advirtió que allí había agua y habían, en consecuencia, tierras saludables para la pastura de sus ganados de llamas, así como aptas para la agricultura. Estos elementos, desde luego, fueron -y son- las condiciones imprescindibles para cualquier asentamiento social, pero son igualmente el motor más importante para toda evolución espiritual. 
   Por sus orígenes nómadas, la Condorhuasi fue en general una sociedad de pastores de llamas que adquirió después, con la decisión de arraigarse en Hualfín, las prácticas agrícolas. Naturalmente, al principio fueron instalándose en pequeños grupos alrededor de los reducidos fundos de cultivos que estaban aprendiendo y les obligaba a destinar la mayor parte de su atención. El clima y los suelos se prestaron para que cosecharan el maíz, el zapallo y el poroto, la papa y la quinoa, lo cual significaba un avance importante en el progreso cultural del pueblo, si se considera que poco tiempo atrás esta sociedad subsistía de la caza y la recolección de frutos silvestres que encontraban en los caminos de su vida trashumante, recursos que no abandonaron más allá de su radicación definitiva. De aquellos hábitos presedentarios habían evolucionado hacia la cría de pequeños rebaños de llamas, que llevaban en sus viajes, y de éstos escalaron hasta la reproducción de ganados, que crecieron según la demanda social creciente de la sedentarización. 
   Ella, entre otras escasas sociedades de la misma era prehistórica de esta región, pertenece a lo que se conoce el período formativo de los valles del noroeste argentino. Esto es: la época de su poblamiento y evolución cultural de una zona altamente fértil para la diversidad espiritual de los pueblos que hinchieron sus alturas. La cultura Condorhuasi, en efecto, fue una de las manifestaciones artísticas que más resplandeció -y resplandece- dentro del Período Agroalfarero Temprano, que abarca precisamente desde el año 500 antes de Cristo hasta el año 650 de la era cristiana. Lo que menos se conoce de esta sociedad es el tipo de vivienda, si bien se tiene constancia de que habitaron en casas circulares semienterradas, llamadas casas pozos, con cimientos de piedras y estructuras de adobe, cuya consistencia, por supuesto, no resistió al tiempo y desapareció la mayor parte del yacimiento de Condorhuasi, para dejar sólo las pircas de piedras que corresponden al sector subterráneo de la vivienda. También hay evidencias de silos de almacenamiento de alimentos de laja y barro. Se agrupaban en conjuntos de 7 a 8 viviendas alrededor de los cultivos, reunidas generalmente por un patrón de vínculo familiar, cuyo jefe decidía y distribuía las tareas de la comunidad agropastoril. 
   Pero estas pequeñas aldeas se transformaron más tarde en ciudades con una urbanización y una organización social que no sólo les permitió proyectar una notable identidad propia, sino que además entibió el progreso cultural de su arte hacia producciones religiosas que llegarían a expresar, a través de la cerámica, en primer lugar, pero también de la piedra y la metalurgia, toda la cosmovisión espiritual de sus creencias y el modo, en definitiva, de interpretar la naturaleza, el universo y la constelación de divinidades que fueron creando en el panteón de su mitología, para intentar dar una respuesta mística a lo que hasta entonces no era posible explicar desde lo racional. 

 La religión solar 

 Desde luego que la religión solar presidió siempre sus cultos, pero por debajo de ella hubo deidades animales, como las figuras felinas que crearon en la cerámica, y otras de naturaleza humanoide y algunas donde su imagen fundía en un solo cuerpo al animal con el hombre. Crearon, ciertamente, sus dioses para que les mandase la lluvia vital en una región de clima cálido y seco, les protegiese los cultivos y los ganados y les diese salud y larga vida en una época de corta expectativa de la existencia, aunque, es cierto, con reducidos márgenes de contaminación. A veces, los mismos truenos, un rayo o la lluvia cobraban entidad divina. Eran los dioses que acompañaban la vida comunitaria, familiar y personal, en los primeros patios a cuyo alrededor se construían las casas de los grupos familiares que se reunían para llevar adelante un cultivo en una parcela de tierra. Bajo su protección los habitantes de Condorhuasi llegaron a trasformarse desde el primitivo estado aldeano, al que habían llegado como colectividades trashumantes, cazadoras y recolectoras, en una sociedad asentada a través de importantes explotaciones agrícolas y ganaderas, anclada en la tierra que le exigía su trabajo. Allí aprendieron a sistematizar la tierra en terrazas y experimentaron con los primeros sistemas de riego que les permitía controlar mejor el uso del agua que no abundaba. 

 Pastores y ganaderos 

   Tal vez el sino original de pastorear las llamas y vicuñas, que alimentaron su vida nómada, nunca los abandonó. Por eso, siempre atendieron la explotación ganadera como la actividad económica más importante. En la evolución cultural de este pueblo puede observarse, en efecto, una alta sistematización pecuaria que le permitió alcanzar rendimientos importantes en la reproducción y clasificación de los ganados de camélidos. Ese perfeccionamiento ganadero los condujo, como a los Tafíes, al mejoramiento de estas especies animales para diversificar su utilidad laboral y comercial. Llegaron, así, a criar llamas para el transporte de cargas y otras para aprovechar su lana para los tejidos, además de las que obtenían para la alimentación Los mismos dioses sirvieron después para que bajo su advocación se estratificara la sociedad, según los hábitos y las prácticas económicas que cada sector tenía a su cargo. Es decir, el aprovechamiento de suelos o la domesticación de llamas, a través de la producción de manadas en corrales de piedra, así como la naciente alfarería rústica y ritual, y la metalurgia, exigían organizar la comunidad en diferentes capas para que se ocuparan de cada una de estas actividades. Naturalmente, aquel orden se impuso por jerarquías, ofrecidas, cada una de ellas, a las divinidades que las protegerían, todas bajo el control y la bendición del chamán del pueblo.

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(c) Hugo Morales Solá

Fuentes:
* “Los mecanismos de control y la organización del espacio en los períodos formativo y de integración regional”. Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Cuadernos de la Facultad de Humanidades y ciencias Sociales de la Universidad de Jujuy. Noviembre de 2003. Número 020. Pp. 37-50.
* “El período formativo inferior en la provincia de Catamarca (desde el 450 a.C. hasta el 600 d.C.). Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Catamarca Guía: www.catamarcaguia.com.ar


(c) Hugo Morales Solá

jueves, 10 de noviembre de 2011

Los Quilmes - Parte IV

La guerra

   El grito de alarma del centinela llegó rápido hasta la guardia del cacique, cuya residencia se alzaba arriba del pucará del cerro Alto del Rey. A lo lejos, a varios kilómetros al norte, hacia las tierras de los cafayates, los ojos vigilantes del custodio de la tribu podían ver el avance lento de cien, tal vez doscientos nativos que caminaban con marcha de guerra entre las arenas húmedas del río Yocavil. Eran los guerreros del pueblo vecino de Tolombón, quizás el más importante y poderoso del valle Calchaquí, que había decidido atacar otra vez a la comunidad de Quilmes, porque se sentía todavía invadido por ella, usurpado en su territorio y propietario de sus cosechas. Habían pasado ya unos dos siglos desde su llegada, alrededor del siglo IX, nuevas generaciones habían heredado esa rivalidad con los pueblos cercanos, y no era posible sin embargo una integración definitiva con ellos. 
  La mirada aguda y atenta del guardián desde la elevación de la fortaleza defensiva no descuidaba ningún movimiento de la tropa invasora. Cerca de la media altura del cerro del Alto irrumpen a ambos costados dos torres naturales, una hacia el sur de unos 150 metros y otra hacia el norte de alrededor de 100 metros, dos lomos salientes como cuñas de roca enclavadas en el pecho de la montaña. Allí montaron naturalmente el corazón de la fortaleza, en cuyo interior los quilmes construyeron diferentes ambientes y cuya vista panorámica era inmejorable y les permitía dominar los horizontes lejanos de todo el valle del Yocavil. Pero el pucará era mucho más que esos contrafuertes que se cierran sobre el esternón del cerro: un cinturón de terrazas en diferentes niveles, que en tiempos de paz eran los conocidos andenes de cultivo, servía en las alturas para albergar y proteger a la comunidad del peligro de las hordas enemigas.   
   El cacique mandó de inmediato que la gente común de su pueblo subiera a los balcones de la montaña. Era una evacuación hacia arriba, mientras los guerreros se aprestaban para el enfrentamiento. Algunos batallones se ubicaban entre las rocas y los muros de piedras del mismo pucará, desde donde descargarían una lluvia de flechas y lanzas con puntas de afiladísimas piedras obsidianas envenenadas con hierbas seleccionadas del valle. Otros escuadrones se mezclarían cuerpo a cuerpo con el enemigo entre el espinal del bosque que crece cerca del río. Doscientos años había sido tiempo suficiente para que los quilmes se ganasen los laureles por la ferocidad para defender su tierra. No fueron expansionistas, es cierto. Pero aprendieron a proteger la tierra y su gente con las mismas garras de los pumas que siempre merodeaban sus rebaños.

La rutina de la paz

  Las mujeres, los niños y los ancianos escuchaban, desde el refugio del pucará, el griterío de sus hombres anunciando la muerte entre el matorral que precede al bosque de mistoles. Arriba crecía el pánico que había caído entre ellos como el fucilazo de un rayo. Ellas aprovechaban el sol de la mañana invernal para desflecar la lana que le sacaban a las llamas y vicuñas del corral, otras desgranaban los maíces que almacenarían en los silos de piedras de sus viviendas, mientras algunas improvisaban secaderos de ajíes y azafranes para sacrificarlos después en el mortero que los haría polvo de fuertes colores para dar sabor y olor a sus comidas. La planicie del pedemonte era su recinto de trabajo cotidiano. A su lado, otro bullicio de paz y alegría precedía la tempestad de la guerra: las gargantas de los niños retumbaban en el valle y aturdían el silencio del cardonal. Pero el castigo de la convivencia violenta con las comunidades vecinas había llegado otra vez para sembrar de saqueo y muerte la tierra que en los días de paz era sembrada de trabajo. Mujeres y niños debían huir entonces hacia las alturas del pucará, como una liebre asustada de las fauces hambrientas del cazador. 
  Sus guerreros, sin embargo, hacían tronar el fragor del combate. Entre la maleza reseca, los cuerpos se estrellaban en una lucha mortal. Hacha en mano y un grito de terror a flor de labios, cada golpe de unos contra otros era un anuncio cada vez más cercano de la muerte inevitable. Esta vez eran los tolombones, pero habrá de nuevo -como los hubo- incursiones de los pichao, colalao, animanás y anquigastas, entre otros, que intentarán expulsar una vez más a los quilmes de su cerro sagrado. A veces, no había tiempo ni lugar para las destrezas bélicas: una jabalina, un simple palo o la fuerza irresistible de los brazos, que sólo puede transmitir la furia de la lucha, bastaba para terminar con la amenaza del enemigo. 
  Si bien la pelea era a muerte, porque se trataba de defender el territorio, además de las cosechas y los rebaños y, por supuesto, la montaña donde se habían levantado los altares mayores de su religiosidad, las guerras eran siempre producto de la rivalidad entre pueblos vecinos. Esa dimensión simple y casi doméstica acotaba claramente y delimitaba siempre los alcances del combate. Por eso, estas refriegas no tenían casi nunca la intención de hacer prisioneros a los coyunturales enemigos, salvo, claro está, que hubiese causas especiales para acometerlo. Una de ellas, tal vez la más importante o la más común, era la decisión de los quilmes de tomar como prisioneros de guerra a los altos oficiales que dirigían el ataque, a veces incluso era buscado el mismo cacique o su hijo, si estaban mezclados en la aventura invasora, si es que el ejército enemigo secuestraba a las mejores mujeres -incluso a los niños- para llevarlos cautivos y exigir con su vida la respuesta a sus reclamos. Desde luego, el destino de las mujeres arrebatadas era casi siempre ser consumidas por la voracidad sexual de los curacas carceleros, lo cual obviamente enardecía más los ánimos de los quilmes. El tiempo y la historia, sin embargo, se ocuparán de hermanarlos definitivamente cuando llegue primero el imperio de los incas para someter a esta gran nación nativa de los valles del noroeste argentino, y luego el gran imperio conquistador desde los mares desconocidos desatando a su paso la muerte, el saqueo, la destrucción y el exterminio casi final de su raza. 

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 Bibliografía 

• Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
• Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
• Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
• Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
• Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
• Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
• Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
• Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
• Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
• Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
• Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
• Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 

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(c) Hugo Morales Solá

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...