viernes, 28 de octubre de 2011

Los Quilmes - Parte III

La espiritualidad 

 Apenas despuntó entre las cumbres calchaquíes del oeste del valle, el sol se sorprendió con el rito que oficiaba el sacerdote mayor de los quilmes. Un pozo más o menos pequeño había herido la tierra sagrada a un costado de las grandes rocas que se levantan como altares naturales, justo en la mitad del pecho del cerro del Alto, el lugar más venerado de sus ceremonias religiosas. El hechicero se arrodilló lentamente sobre el agujero de la tierra y abrió un saco de piel de guanaco. Detrás de él, los hombres y mujeres que lo acompañaban por varias decenas obedecieron igualmente el gesto de reverencia del mediador con los dioses, mientras cantaban a media voz una copla ritual al ritmo monocorde de una caja circular de cuero. El viento de los primeros días de agosto empezaba a entibiarse con el aliento cálido de El Zonda cordillerano y alegraba hasta el lamento hueco de las quenas que se elevaba al sol como una plegaria. Sacó primero unas vasijas repletas de granos de maíz y los esparció adentro del pozo. Después, espolvoreó con ají molido e inmediatamente vació otro recipiente de barro en el que había traído chicha que ofrecía del mismo modo a la diosa madre. Traía también pétalos de pequeñas flores del valle para entregarlos a la ceremonia religiosa. Todos los movimientos del sacerdote eran pausados y perfectamente diagramados por una liturgia ancestral, que la historia traería hasta nosotros por encima de los siglos y de la extinción cultural. A veces, se paraba y bailaba alrededor del agujero en súplicas casi incomprensibles y luego volvía a caer de rodillas y continuaba depositando las ofrendas en la tierra. Roció después el interior del pozo con hojas de coca picada, estiércol molido y perfumes que olían al venerable incienso de su credo nativo. Por fin, dio las últimas pitadas a una suerte de pipa natural, hecha con la madera de la raíz de un taco y la tiró también a las fauces de la tierra, luego de lo cual se puso nuevamente de pie, dio media vuelta y miró a su feligresía: lanzó sobre ella un poco del humo que guardaba todavía en el cuenco de su boca, volvió otra vez sobre el ofertorio que yacía a sus pies y exhaló el último resto de humo que quedaba adentro de sus labios. Entonces sí, dejó la última ofrenda: su mano buscó debajo de la piel de llama que lo abrigaba y envolvía de cuerpo entero, una ramita de ruda macho y la colocó encima de todo lo que había dejado durante todo el rito. Uno por uno, los fieles que lo seguían fueron depositando igualmente las mismas hojas y ramas que transmitían salud y buena cosecha de la siembra que se avecinaba. Taparon el pozo con la tierra que lo habían abierto y levantaron sobre él un pequeño altar de piedras de medio metro de alto. Él sería la “apacheta”, el monumento improvisado que el culto indígena elevaba a la Pachamama, la madre tierra, la madre de todas sus deidades, en ruego de mejor ventura para los tiempos que vendrían. El sol, mientras tanto, colgaba altivo del cielo del Yocavil y presidía las honras de la espiritualidad de los quilmes. La apacheta quedó al lado de las rocas sagradas -esos dioses petrificados, como le llama Alfredo Turbay en el libro “Quilmes, poblado ritual incaico”, que protegían la vida de los quilmes- y el muro del culto a la lluvia, que corre por unos treinta metros de largo acordonando el cerro al costado izquierdo -al sur- de las rocas centrales. Ese anillo de pirca de piedras de unos dos metros de alto servía para invocar a la lluvia, tan escasa en el valle sediento. Justo a la mitad de su altura cruza una serpiente blanca que zigzaguea en todo el largo de la muralla, hecha con piedras de cuarzo en medio de las piedras grises del fondo. Toda la zona, todo el cerro fue, en realidad, un recinto sagrado, un lugar de alta religiosidad destinado al culto a las diferentes divinidades que adoraron los quilmes. Desde luego que su espíritu era simple, lejos de toda intención de comunicarse con dioses abstractos o seres espirituales sobrenaturales de cuya existencia no podían tener, por eso, ninguna señal sensible a sus sentidos. Adoraron, entonces, a la tierra, que era -es- la Madre Pachamama, cuya generosidad les permitía vivir sin hambre ni sed, abrigarse y tener un lugar estable para vivir y convivir. También rindieron culto al sol, el Padre Inti, de cuya tibieza y energía tenían clara conciencia que dependía su existencia y fue tal vez, después de la madre tierra, la segunda divinidad más importante del panteón de sus dioses. Pero también veneraron a la lluvia, al rayo, al trueno y, en general, a todo aquello -animales o cosas- que satisficiera sus necesidades más elementales para existir, sin cuyo auxilio sólo seguía la muerte. La jornada de agosto estaba dedicada a los dioses, era una ofrenda para comunicarse con ellos y rogar para que derramaran sobre su comunidad abundante misericordia para sus adversidades. La mañana avanzó en rogativas conducidas por el sacerdote. Se caló de nuevo la túnica de lana tejida de fuertes colores que adornaba, además, con placas metálicas y se acomodó sobre su largo cabello renegrido el gorro igualmente tejido en el que los artesanos habían dibujado las imágenes sagradas de un suri, una serpiente y un sapo. Luego giró hacia la izquierda, donde a unos pocos metros estaban las rocas que había santificado la fe colectiva de los quilmes. Casi en el medio de ellas, había -hay- una gran piedra plana con cinco hoyitos encerrada por una pirca circular, como si fuera una gran peña de morteros públicos para que las mujeres moliesen los granos. Pero no: allí, el hechicero llenó de agua los orificios y cantó otra copla religiosa acompañado por la procesión de devotos. Impetraban a la lluvia en una ceremonia cuya magia estremecía a los penitentes. La creencia mandaba que el agua depositada se evaporase y que después, cuanto antes mejor, los pozos de la piedra fueran llenados con agua del aguacero que esperaban del cielo. Saltaban, bailaban y cantaban preces a los poderes celestiales para que el agua mojara sus campos agrietados por la sequía glacial del invierno de esos siglos prehispánicos y pudiera así germinar la siembra próxima de sus semillas. La serpiente viborea en el anillo sagrado de pirca que ciñe al cerro de Alto del Rey. Con una cabeza casi romboidal, el cuerpo del reptil se quiebra una y otra vez en un meandro de ángulos obtusos, como si fuera un ruego perenne a las nubes para que traigan la tormenta. Ella, en efecto, está simbolizada en las culturas indígenas con la antigua imagen del rayo que precede inexorablemente al vendaval deseado, remolcador de la lluvia tan ausente. Por encima de la culebra, arriba de los ángulos cerrados de la víbora, cuelgan dos piedras, una sobre otra, que refuerzan el culto como si dos gotas de lluvias estuviesen cayendo sin que nunca terminasen de caer. Por debajo de ella, mientras tanto, otra línea de piedras igualmente blancas ubicadas horizontalmente representa -según enseña Turbay- a las semillas de una siembra eterna que sólo germinará el agua clamada al cielo. 

El panteón de sus divinidades 

 Por eso, los animales, como la serpiente, servían para elevar sus ruegos al cielo. El suri o avestruz fue igualmente un ave sagrada por sus poderes extraordinarios para atraer a las tormentas, en cuya danza alocada los quilmes veían un rito animal para arrastrar al valle a las lluvias espasmódicas del verano. El suri, en efecto, presiente la humedad que llegará con las nubes de la tempestad y comienza a sacudir sus enormes alas, mientras hace girar su cuerpo a los saltos en un pequeño espacio, a la vez que su cabeza y su largo cuello hacen extraños movimientos. El sapo es otro animal que forma parte de la conocida iconografía de los mitos indígenas destinados a impetrar por el agua que pocas veces llega del cielo calchaquí. Él también ostentaba poderes mágicos para magnetizar al aguacero, porque su canto monótono se adelantaba siempre a la descarga bienhechora de los cielos. Todos ellos se inmortalizaron en el edén de la religión de los quilmes y naturalmente integran también el devocionario nativo de todo el continente. Hubo otras deidades que ocuparon el espíritu religioso de los Quilmes durante los siglos que vivieron antes de la llegada de la conquista española. Pero ella trajo consigo la misión evangelizadora de la Iglesia Católica y a partir de entonces su sistema de creencias sintió el impacto del Dios de los cristianos. Sólo el tiempo permitió ver la curiosa conciliación entre la adoración a sus viejos dioses y el culto a esta divinidad nueva encarnada en la piel de un hombre. La mística de aquella jornada religiosa de agosto debía terminar en la noche. Todo el día, hasta ver de nuevo el sol amaneciendo, debían pedir a los dioses que los custodien en el verano que se acercaba. Apenas se vistió de luz, la luna crepitó en la hoguera ceremonial que presidía el ritual nocturno. El sacerdote ya estaba ataviado con otra manta, tejida igualmente con lana de guanaco, teñida de colores estridentes con la resina del algarrobo, y en su cabeza brillaban nuevos medallones de metal que había incrustado en el gorro de albardilla. Sus pies estaban cubiertos por unos botines rudimentarios de piel cruda de vicuña, ajustadas a las piernas con trenzas de hebras del mismo cuero, mientras que el resto de la gente compartía la ceremonia envuelta del mismo modo en pieles diversas de los animales que cazaban o criaban en los corrales. La chicha abrigaba adentro de sus cuerpos. El clima, por supuesto, fue siempre el elemento que ayudó fuertemente a configurar el alma de los pueblos. La suya también, naturalmente. Pero la biosfera global, la climatología planetaria soportaba cambios rotundos en aquellas centurias que iban de temperaturas absolutamente benignas y apacibles, fértiles para acometer el desarrollo de las sociedades en todo el mundo conocido, hasta el descenso a climas cuya rigurosidad se parecía a verdaderas eras glaciales que podían durar hasta más de cien años y llevarse consigo a generaciones enteras de comunidades en todo el planeta. Pero estos fenómenos, dice Turbay, respondían -responden todavía- a causas absolutamente naturales, a actores de la naturaleza, como el sol en este caso, cuyas variaciones en la intensidad de su actividad (períodos de Sol Activo y de Sol Quieto) generaban estas mutaciones climáticas, muchas veces fatales para la vida en la Tierra. Siglos más tarde, llegó la normalización en períodos actuales imperceptibles que pueden durar a lo sumo unos diez años, sobre los que la actividad y la inteligencia del hombre son enteramente impotentes, a diferencia de los cambios de climas que hoy puede ocasionar la irresponsable e irracional interferencia humana en la conservación del medio ambiente. 

El invierno glacial 

 Faltaban unos ochenta años para que llegara a estos valles la onda expansiva del imperio incaico y unos cincuenta años más para que el conquistador español irrumpiese a sangre y fuego en estas tierras ignotas. Apenas despuntó el siglo XV, el sol comenzó a adormecer su intensa actividad y trajo el invierno glacial que flamearía todo el año en los vientos cordilleranos. Los aborígenes temían que la historia se repitiese: los campos se esterilizarían de frío, las cumbres blanquearían su piel con gruesas costras de hielo que secarían los ríos perennes de estas montañas, los animales caerían somnolientos hacia la muerte irremediable y las comunidades se amurallarían en contra de su extinción total con la desaparición de los ancianos y los niños, los más débiles sempiternos de cualquier colectividad. Mientras la noche avanzaba, la luna del mismo modo se enfriaba. La gente se fue acercando más a la reunión, que había descendido ya al llano del pie de la montaña para acoger a toda la comunidad. El mismo cacique de los quilmes había bajado de los altos de su sede, acompañado de sus cortesanos, mientras fogatas menores se esparcían entre la aldea de piedra para dar calor al gentío. Todos querían aprovechar las bondades de esa noche especial: había, en primer lugar, el calor del fuego, cuyo uso también había empezado a racionarse para no malgastar las reservas de leña. Los gobernantes sabían que la abundancia de madera de otros tiempos comenzaría a secarse con el castigo del padre sol que azotaría de frío y sequía al valle del Yocavil. Su río, nunca exuberante de agua, sería literalmente devorado por el arenal de Balasto, y los riachos que bajaban de los cerros vecinos de la sierra de El Cajón quedarían fatigados y exangües, polvorientos de adversidad. Había, además, buena comida, otro lujo cuyo esplendor al año siguiente -o al otro- sería tal vez un recuerdo vago e irresistible al estómago de hombres, mujeres y niños. Los alimentos serían entonces administrados severamente a las familias para las comidas cotidianas. Ellos, que habían tenido durantes cientos de años la bendición de la madre tierra y de su padre, el sol bienhechor, dador de toda vida en el universo indígena, que habían disfrutado -y disputado, a veces belicosamente, con los pueblos vecinos- de todos los bienes que la naturaleza copiosa les había entregado por generaciones enteras, ahora estaban en los umbrales del hambre, la sed, las enfermedades conocidas y desconocidas y los peligros más diversos que los acorralarían hasta la desesperación. Un presentimiento escalofriante estremecía al cacique: nadie podía saber cuánto tiempo duraría este infierno helado. Las danzas ya no eran festivas, eran una súplica obsesiva del inconsciente colectivo, una alabanza sin descanso a los dioses que gobernaban su vida y la naturaleza. ¿Acaso sería un castigo del dios padre por una convivencia poco solidaria con los pueblos hermanos del valle? Pero si ellos siempre se defendieron, jamás emprendieron un ataque en contra de ninguna tribu cercana, sobre quien hubiesen pretendido dominarla, despojar sus cosechas o sus rebaños o usurpar su territorio. La chicha abrigaba y consolaba, evadía con fogonazos de júbilo, y el sexo se sumaba ardiente a la ceremonia ritual. La montaña llamaba desde sus altas cumbres y el padre Inti demandaba tal vez el sacrificio de una princesa pequeña, adolescente y tierna como las doncellas que duermen el sueño glacial de las nieves eternas.

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Bibliografía 

• Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
• Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
• Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
• Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
• Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
• Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
• Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
• Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
• Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
• Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
• Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
• Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 


(c) Hugo Morales Solá

lunes, 17 de octubre de 2011

Los Quilmes - Parte II

La sociedad 

 La Pachamama, por supuesto, fue -es- la divinidad mayor entre sus creencias. Adoraban a la madre tierra porque de ella venían los frutos y ella también les prodigaba todos los recursos que sus necesidades individuales y colectivas demandaban. Pero además era este territorio una región agreste y seca, cuyas lluvias escaseaban siempre. En esa tierra, donde el agua era el oro incoloro, fue precisamente que ellos, con la misma obstinación que sus ancestros migrantes se rebelaron al dominio incaico, decidieron hacer de las faldas de esos cerros un horizonte fértil que saciara el hambre. Nada los desalentó. Ni los escasos trescientos milímetros por año que caían -y caen-, naturalmente en el verano, los apartó de aquel presagio de una convivencia segura. Presentían que allí podían construir una vida entibiada por el mismo sol de las rutinas de sus hombres y mujeres entretejiendo las tareas de cada día en años interminables de paz. Era este corredor ancho y profundo del río Yocavil que habían elegido para el resto de sus días y lo defenderían y lo trabajarían laboriosa y abundantemente. Lo cierto fue que allí, al norte del valle del río Santa María, sintieron la atracción envolvente de la montaña que los abrigaba como el regazo tibio de las caderas maternas donde crece el hijo que espera nacer. Con un recorrido de algo más de cien kilómetros desde la Punta de Balasto, en el extremo sur, el río Yocavil sube por el este catamarqueño para internarse brevemente en la punta oeste de Tucumán y seguir después hacia el sur de Salta. Allí se encuentra con el valle y el curso del río Calchaquí, que baja a su vez desde el Abra del Acay, casi en la puna salteña, muy cerca de San Antonio de los Cobres. Ambos valles, en realidad, forman un cajón, recostado de norte a sur, de unos 250 kilómetros de largo, con sus aguas, una que baja y la otra que sube, corriendo desbocadas al encuentro arenoso, a la milenaria amalgama de las piedras que entorpecen su camino. La poca capacidad del río Santa María de mojar la tierra seca, convertida casi en arena estéril, apenas pudo rociar siempre el brote tenaz de los chañares y mistoles, cuyo frondoso ramaje fue el infaltable combustible para cocinar en el fuego no sólo los alimentos básicos de los quilmes sino también la alfarería que creó inagotablemente la imaginación de sus manos. Esa artesanía con la arcilla, como con la metalurgia, dejó patentes muestras de su fusión con la cultura santamariana, de la que recibieron toda su influencia. Pero el algarrobo fue el árbol al que revistieron de santidad en reconocimiento de todos sus frutos y provechos que les entregaba generosamente. El taco, como también lo llamaron, fue, en efecto, leña y el fruto, su vaina, la semilla que fermentaba hasta la embriaguez en la sangre de los quilmeños. De su maceración silenciosa y paciente se elevaban los vapores abundantes de la chicha, la bebida alcohólica que era a la vez una debilidad y el licor que presidía todas las ceremonias religiosas. Bajo sus efectos etílicos, hasta los jesuitas se rindieron a evangelizarlos, cansados de impotencia y escandalizados ante lo que miraban como conductas pecaminosas y lujuriosas, lascivas y perturbadoras. La luz de la luna y el ritmo de los sicus y ocarinas de los hechiceros, pontífices entre el pueblo y los dioses, era el medio ambiente propicio para iniciar las danzas ceremoniales antes de las siembras, como ceremonia de preparación para las cosechas y sobre todo como una súplica de triunfo en la vigilia de alguna guerra. Después, naturalmente, se entregaban a los placeres de la carne ebria. 

¿De los valles del Alto Perú?

 Dicen los investigadores que el pueblo quilmeño descendía de las razas que habitaron los valles del Alto Perú. El brillo aceitunado de su piel, los ojos oscuros como la noche que los deglutía en el desenfreno de sus bailes, el cabello intensamente azabache, cuantioso y rudo, y el porte enhiesto y altivo, parecían confirmar, en efecto, esa teoría. Si fue así, no fueron entonces meros portadores de su aspecto corporal, sino que también recibieron el legado genético del ingenio de los aimara o aun de los incas. La construcción de la represa a media altura del cerro que abrazó literalmente su ciudad, es una muestra patente de la habilidad para sistematizar el agua escasa que manaba de una vertiente alejada, en un extraño brote líquido de la montaña seca y rocosa ubicado casi en la ladera trasera del cerro del Alto. Desde allí, salió una red de canales y acequias para rodearlo por la cara que da al sur. Piedra sobre piedra, amuraron el agua sobre la pared del monte y una compleja trama de conductos permitía almacenar cerca de siete mil metros cúbicos de ese recurso tan escaso y distribuirla después entre las terrazas de cultivo apuntaladas igualmente con pircas de piedras. Esto explica de alguna manera las motivaciones que determinaron el emplazamiento de la zona de cultivos a esa altura de la ladera montañosa. Allí cosecharon los alimentos básicos de la comunidad: zapallo, ají, papa, maíz, quinoa y poroto. Estas colectas de la tierra domesticada a la aridez de la zona, algo así como unas mil hectáreas distribuidas en las faldas del cerro, servían para atender el sustento diario en los tiempos de paz y echar mano de los acopios que hacían en depósitos de enormes tinajas o en silos de piedra en los días en que la paz con los pueblos vecinos se extraviaba en el arenal de la discordia fratricida, o en los meses que iban de la nueva siembra a la siega. 
 En cambio, cuando la paz soleaba sus días, salían a la luz las mejores rutinas creadoras de los hombres y mujeres de Quilmes. En los patios -y en las enramadas del sector urbano que habían fijado entre los bosques de algarrobos y mistoles y los balcones de cultivo- pasaban las mujeres la mayor parte del día ocupándose de moler los granos y semillas en morteros de piedra y cocinando los alimentos diarios, mientras el bullicio de los niños se multiplicaba en el eco del cerro que presidía la convivencia como un padre tierno y centinela. No cabe duda que el arte de tejer cestos y de hilar, teñir y tejer la lana de llama era un patrimonio femenino. Un poco más rara, era igualmente de ellas la tarea de ovillar el pelo de vicuñas o de alpacas, cuyos ganados eran buscados en las altas cumbres por los hombres más diestros en esta caza mayor, ya que su carne era igualmente preciada para alimentarse. Con los años, sin embargo, aprendieron que de aquellas manadas huidizas de llamas y guanacos podían reunir pequeños rebaños para bajarlos hasta el asentamiento de su gente y encerrarlos en corrales de piedra para que se reprodujesen. La sistematización de los productos de estos animales les permitió entonces mejorar su rendimiento y obtener otros beneficios nuevos, como la leche, que antes no era aprovechada, además de la carne y sus lanas.

Todo era de todos

Todo -o casi todo- era, en esta cultura, de propiedad de la comunidad. No había naturalmente un mandato ideológico que hubiera impuesto el patrimonio colectivo. Todo era de todos: las cosechas, escasas o abundantes, la carne de sus ganados, la recolección exuberante de los frutos de los bosques naturales de algarrobos y chañares o los metales y las piedras y demás recursos que brillaban a cielo abierto. Había, desde luego, un curaca o cacique que tenía la misión natural, divina, de liderar la comunidad en los asuntos de la economía y la administración de los recursos de la comunidad, así como en la decisión de defender el territorio y la vida de sus gobernados y declarar la guerra a los pueblos vecinos. Había también un grupo que entornaba y asesoraba siempre al jefe aborigen: los sacerdotes hechiceros y esa suerte de consejo de ancianos, por ejemplo. Pero el resto de la sociedad formaba un solo cuerpo que compartía sin ninguna diferencia las mismas gracias y desgracias de todo el pueblo. En fin, el calor de la igualdad se coronaba en las noches ceremoniales, cuando los poderes de la chicha los hermanaba horizontalmente en el reposo de la sangre alcoholizada. 
 Por eso, la vivienda fue tal vez uno de los pocos recintos -siempre rectangulares- sobre lo que había efectivamente un sentimiento de pertenencia, si bien a veces era igualmente compartida entre dos más familias. Hay incluso, entre las ruinas más bajas de la ciudad, amplios ambientes cuadrangulares, de unos treinta metros de largo por alrededor de quince metros de ancho, cuyas paredes de piedra parecen haber albergado a varias familias. Desde la altura mayor del cerro, el cacique dominaba la vida cotidiana de su pueblo y decidía el destino de matar y morir de sus guerreros. Allí, en efecto, casi en la cima de la montaña, estaba enclavada la vivienda del gran jefe quilmeño. Hasta ahí -tal vez unos cuatrocientos metros de altura, desde el pedemonte- debía escalar el cortejo que lo trasladaba desde su residencia hasta el llano del pueblo. Por eso, la corte de gobierno que acompañaba todos los días al curaca gobernante vivía cerca de él, aunque un poco más abajo, pero por encima, de todos modos, del ecuador del cerro. A esa altura, quedan todavía los restos de unas cincuenta viviendas donde se distribuían el concejo de ancianos, los hechiceros, sacerdotes y otras autoridades que ungía el cacique, cuyo linaje, por supuesto, le llegaba por la sangre que heredaba de sus ancestros elegidos igualmente por la voluntad de sus dioses. Esta clara jerarquización del cerro le valió justamente su nombre de “Alto del Rey”, como una obvia explicación arqueológica de la ubicación que tuvo en el monte de esa comunidad el jefe que conducía su existencia. El resto de la sociedad de los quilmes, cuya población ascendía hasta los cinco mil habitantes en los siglos anteriores a la irrupción de la conquista inca, primero, y española, después, vivió dispersa en el territorio que habitaron alrededor de su montaña sagrada. Es cierto que el núcleo urbano de este asentamiento aborigen se edificó a los pies del cerro del Alto, que fue el que mejor resistió al peso del tiempo y a la depredación de los saqueadores de todos los siglos -y es lo que todavía se puede ver como el mayor yacimiento arqueológico argentino-, pero alrededor de él se irradiaron numerosas viviendas y campos de trabajo agrícola, silos de almacenamiento y corrales de piedra para los rebaños que se levantaron a lo ancho del espacio que defendieron a sangre y punta de lanzas. El día se hunde en el último estertor del sol y la noche enfría hasta los huesos. Dos -tres, tal vez- familias de los quilmes se arropan con las pieles de llamas y las mantas tejidas con su lana. Se juntan, se apretujan unos con otros en los ambientes más amplios del sector más bajo del cerro, donde vive la mayor parte de la comunidad. El vano de entrada de la casa, angosto y bajo, deja entrar una corriente fría del viento de junio que desciende desde las estrellas heladas y se arremolina en el espacio interior, abierto totalmente hacia el cielo. Los muros de piedras se humedecen con el rocío punzante y la pequeña hoguera del interior comienza a crecer alimentada de ramales secos de chañares. ¿Cómo? ¿no había techos en las viviendas? Ni en esto siquiera parece haber alguna certeza. En general, los autores no coinciden. Unos dicen que sí -como la profesora Teresa Piossek Prebisch-, que las viviendas tenían techos hechos con una suerte de loza de barro y paja asentada sobre un encatrado de cañas y madera de cardones. Pero hay también quienes sostienen, como Alfredo Turbay, que en la cultura indígena, aún en las más avanzadas, como los incas, no se conoció el uso del techo porque carecían de un desarrollo científico capaz de permitirle los cálculos complejos para acometer esa obra. Lo cierto fue que las viviendas estaban semienterradas en la montaña para aprovechar precisamente el abrigo de ella. Es posible que hayan conocido aunque fuera la noción más elemental del techo, pero parece indudable que el ardor del fuego era superior al calor de una precaria techumbre y era por eso, quizás, que había algunos recintos destinados a albergar hogueras de invierno que exigían sus paredes a cielo abierto. 

La vida en la aldea 

 El cerro Alto del Rey fue naturalmente el centro de su existencia, pero los terrenos que lo rodeaban, unos 30 kilómetros desde Fuerte Quemado, donde los quilmes se mezclaban con los acalianos, hasta la zona de Colalao del Valle fueron intensamente trabajados y ganados a la seca languidez de esa tierra. ¿Cómo fue posible domesticar casi 1300 hectáreas donde sólo crecían -y crecen- entre el suelo yermo algunas matas espinosas y los cardones, como testigos abundantes del desierto implacable? Los quilmes organizaron su vida, en efecto, alrededor de su montaña sagrada y desde allí bajaban, en primer lugar, las grandes terrazas de cultivo, apuntaladas en diferentes niveles con murallones de piedra pircada de unos dos metros de altura, cuyo riego llegaba, como se sabe, desde la represa construida cerca de una vertiente hacia el sur de la ciudad. Pero estos andenes formaban parte, a la vez, de la fortaleza militar, los pucarás, desde donde defendían a la comunidad en tiempos de guerra y especialmente de invasión de alguna agresión de otro pueblo indígena que embestía en contra de ellos. 
En el resto de su territorio, aprovechaban la tierra con la escasa humedad de los arroyos y riachuelos que bajaban de los cerros vecinos y naturalmente buscaron cultivos duros y aptos a la aridez del clima. Tal vez el maíz y el zapallo eran los productos de bajo mantenimiento que se ajustaron mejor al rigor del suelo. Después venía el secado de casi todos los productos que cosechaban e incluso de las carnes de sus animales, para cruzar justamente esos meses del invierno que mata casi toda la vida en derredor. Pero antes de que desapareciera el verano, después de la mayoría de las cosechas, había que agradecer a la Pachamama por los frutos que entregara de sus entrañas y a Inti, por la vida que prodigó en el útero de la madre tierra. A ella volverán con sus rituales en la agonía del próximo invierno, antes de que el padre sol despierte en la primavera el sueño de los cardones.

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Bibliografía 

• Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
• Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
• Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
• Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
• Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
• Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
• Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
• Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
• Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
• Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
• Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
• Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 


(c) Hugo Morales Solá

jueves, 6 de octubre de 2011

Los Quilmes - Parte I

  Orígenes 

 Vinieron desde la puna chilena unos siete siglos antes de que el conquistador español descubriese su indomable coraje. Tal vez cruzaron la cordillera de los Andes a esa altura para pisar el altiplano argentino y bajar desde ahí a los valles del noroeste del país buscando a la madre tierra que los albergase definitivamente.
 La feroz rebeldía de los Quilmes les había impulsado a huir hacía el sur del Cusco antes que caer bajo el cruel yugo del imperio de los Incas. No se doblegarían a ser los esclavos del Tawantinsuyo, sumergidos en el polvo y las oscuridades de las minas de oro y otros minerales que explotaban los dominadores. Se resistieron incluso a hablar el quechua, el idioma oficial de ese imperio, y adoptaron entonces el kakán, que era la lengua de muchos de los pueblos que encontraron -y con los que convivieron- en la ruta de sus migraciones.
 Es verdad que la salida de los Quilmes de aquel territorio agreste del norte chileno es una hipótesis, porque no existen en realidad fechas ciertas sobre los orígenes del incanato sino sólo leyendas que remontan su nacimiento entre los siglos IX y XI de nuestra era. Lo cierto es que buscaron también mejores condiciones climáticas y tierras más fértiles, un ecosistema, en fin, donde poder asentarse definitivamente y desarrollar su intensa vida espiritual. Es que la vida inhóspita del desierto de Chile los impulsó a seguir buscando ese lugar en el mundo que les perteneciese, cuyo sueño lo transmitían por generaciones. Del otro lado de las altas cumbres, encontraron igualmente a la tierra desolada, seca y rasgada de sed, y debieron seguir bajando con la esperanza sin retorno de hundir un día sus raíces en el suelo de las promisiones. El salitre irremediable de un lado y los salares insoportables del otro lado de las montañas andinas apuraron sus pies hacia el sur. Esa ruta sería después el camino del Inca y del conquistador español, ambos con igual adicción imperial.
 Alrededor del siglo IX el pueblo quilmeño descubrió esa sucesión de valles escondidos, cuyo paisaje irradiaba el más preciado de los tesoros que habían buscado en las leyendas transmitidas de una generación a otra de esta etnia. No era el oro -ni nada más valioso aún- que creyeron encontrar en esas quebradas bañadas de silencio: era la paz sagrada y la quietud que exigía su historia y su gente. Era tiempo del descanso de los guerreros y una ocasión para fundirse con sus mujeres en la multiplicación de su pueblo.
 Pero el sueño de la paz -y de la tierra que se entregaba como una mujer fecunda- pareció evaporarse muy pronto con el fragor de las luchas que le fueron oponiendo los diferentes pueblos nativos de estos valles y montañas que se habían recostado paralelos al macizo cordillerano, entre lo que mucho, mucho, después serían las provincias de Catamarca, Tucumán y Salta. Las comunidades naturales de esta zona, agrupadas en los valles de Yocavil, Tafí, El Cajón y Hualfín, vieron a estos extranjeros como usurpadores de la madre tierra y resistieron con todas sus armas, en guerras sangrientas, la intención de los quilmes de echar raíces a los pies de las colinas calchaquíes. Ni unos ni otros conocían todavía el yugo colonizador del imperialismo incaico y, mucho menos, la voracidad de la conquista española. Debían pasar seiscientos años más para servir al gran poder del Tawantinsuyu y un poco más para sentir el peso de la ocupación conquistadora.
 No fue pacífico, en fin, el asentamiento definitivo de esta nación errante bajo la sombra del cerro Alto del Rey, al norte del valle de Yocavil, un nombre originario que debió ceder con las centurias a la denominación de Santa María. Los siglos, sin embargo, fueron apagando la desconfianza y las guerras que casi todos los pueblos valliserranos sostuvieron con los quilmes hasta hermanarlos en la misma sangre de la gran nación aborigen, cuya única causa -la más urgente también- sería la defensa de sus vidas y sus tierras frente al avance depredador del invasor europeo. Lo cierto fue que su irrupción en el valle del Yocavil -siguiendo esta hipótesis sobre sus orígenes- coincidió con el florecimiento cultural de los pueblos de estos valles del noroeste argentino, cuya marca más importante dejaron justamente los pueblos que abrevaron del río Yocavil, más tarde llamado Santa María. De ahí que el fenómeno cultural de la zona se lo conozca en términos arqueológicos como “cultura santamariana” y al período desde su aparición hasta la finalización con la invasión inca a la región (850 d.C. a 1480) como “período Tardío”. Esta identificación de los ciclos históricos tiene naturalmente como parámetros a los períodos culturales andinos del sur, sobre todo los del altiplano boliviano. Por eso, este ciclo cultural de las culturas regionales de los valles del noroeste argentino está precedido de los períodos “Medio o de las influencias tiahuanacotas” (650 d.C. a 850) y “Temprano o Formativo Surandino” (500 a.C. a 650 d.C.), así como el ciclo que le siguió fue el del período “Imperial o Incaico”.
 El brazo de la historia que parece haberse abierto con más fuerza de la versión conocida de los quilmes es el de Samuel Lafone Quevedo, quien ya en el siglo XIX aseguró que el asentamiento natural de este pueblo fue el valle de Londres, cuyo nombre originario es precisamente Kimivil (escrito con K, como igualmente escribía Kilmes, porque sostenía que la letra Q no pertenecía al idioma nativo), tomado naturalmente de la etnia que pobló primero ese valle y llamando igualmente hasta hoy al río que lo atraviesa.
 Lafone Quevedo descarta incluso que los Quilmes hayan venido desde Chile, como lo señala el historiador y sacerdote jesuita Pedro Lozano, quien en uno de los tomos de su vasta obra historiográfica dice textualmente que “los Quilmes habían venido de hacia la parte de Chile a esta parte de Calchaquí, por no sujetarse a los Peruanos”. “Pero esta razón es simplemente absurda”, desmiente rotundamente Lafone, cuyo convencimiento le sirvió para desafiar así a la interpretación casi unívoca de la historia de los pueblos originarios de Argentina.
 Pero, entonces, ¿de dónde vinieron los Quilmes?¿Por dónde vinieron, si es que vinieron de algún lugar?¿O es que fueron originarios del valle del río Quimivil? Nada, en fin, parece definitivamente cierto en la historia de esta nación aborigen. El mismo Lafone Quevedo señala que “la retirada de los Kilmes y otras naciones del valle de Londres (refiriéndose ya al actual San Fernando del Valle de Catamarca) fue ocasionada por los acontecimientos de los años entre el desastre de Castañeda (1562-63) y la refundación de la ciudad de Londres en 1607”. En ese período, precisamente, fue que Francisco de Aguirre asumió por segunda vez la gobernación del Tucumán y entró “a sangre y fuego” contra los diaguitas y calchaquíes. Según Pedro Lozano, citado por Lafone, que “los que no se sujetaron a Aguirre se retiraban a donde los ecos de nuestra fortuna no les pudiesen asustar”. Siguiendo ese razonamiento, Quevedo se convence que “de Londres, es decir de Kimivil, irían a dar a Yocavil”.
 Teresa Piossek Prebisch recorrió una y otra vez las ruinas que dejó la nación quilmeña a los pies del cerro Alto del Rey y a sus ojos, en cambio, “resulta evidente que los quilmes vivieron allí desde mucho tiempo atrás, desde el 800 de nuestra era según nuestros estudios arqueológicos”. La historiadora tucumana está convencida de que “sólo con una larga permanencia es posible alcanzar el conocimiento profundo de la geografía y de los ciclos climáticos de la región que ellos llegaron a poseer” y que “sólo con una organización impuesta por un sólido principio de autoridad ejercido por un jefe o una clase gobernante puede realizarse y mantenerse la extraordinaria obra comunitaria que fue el complejo habitacional constituido por el centro urbano, pucará o fortaleza, andenes de cultivo, represa y acequias”.
 Lo único cierto es que la alborada de su tiempo en esta tierra tan buscada para acometer una nueva historia, parece “estar rodeada de un aura especial -como enseña Piossek Prebisch- conferida por el misterio de su origen, la asombrosa estructura de su asentamiento, la heroicidad con que reiteradas veces defendieron su tierra y lo trágico de su fin”. El nacimiento, en definitiva, de esa nueva vida “se hunde en la bruma de la historia” y todas las teorías que merodean sus principios “no pasan de ser una conjetura”.

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Bibliografía 

• Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
• Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
• Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
• Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
• Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
• Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
• Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
• Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
• Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
• Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
• Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
• Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 


(c) Hugo Morales Solá

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...