martes, 12 de julio de 2011

Los menhires de Tafí del Valle y la cultura de los tafíes - Parte I

Son suplicantes eternos, que ruegan erectos desde la oscuridad de los milenios. Imploran a los cielos que manden agua para fertilizar la tierra sedienta y al calor del sol, tantas veces tibio de aquellas eras, para fecundar a los hombres y a los animales. El nombre de “menhir” los hermana con el universo de “piedras largas” -eso significa la palabra celta- que se levantan en diferentes lugares del planeta, pero ellas son recuerdos desesperados en el valle de Tafí, tal vez rogativas que se alzaban -se alzan, todavía- a los dioses de la América lejana y remota, anterior incluso a la era cristiana, para pedirles su protección entre la suma de adversidades que debe haber significado la vida y la convivencia de aquellos años casi sin memoria.
Los tafíes fueron, en efecto, la primera comunidad que decidió asentarse de manera estable en tierras argentinas unos 300 años antes de Cristo, según las primeras noticias arqueológicas que se tuvo de ellos. Habían elegido un valle de dos mil metros de altura, cuya piel tal vez no tenía, por aquellas centurias, el terciopelo verde de estos tiempos, pero era igualmente hospitalario para cambiar sus días de nomadismo, cuando la supervivencia dependía de la caza que los llevaba y traía adonde estuvieran las manadas y las bandadas de animales que les servían para alimentar a las tribus que migraban en grupos más o menos reducidos por la propia naturaleza, claro está, de viajeros interminables entre el polvo de otros valles y quebradas de las sierras del noroeste.
Es posible, en realidad, que los tafíes hayan bajado desde las alturas de la puna boliviana, movidos por la tracción nómada de la supervivencia, hasta que se deslumbraron con este valle quieto y silencioso, probablemente menos verde, probablemente más seco, pero apto igualmente como un regazo tierno de la madre tierra que los estaba esperando en el oeste montañoso de Tucumán, entre las Sierras del Aconquija, como límite occidental, y el Sistema de las Cumbres Calchaquíes que se levanta como muro oriental de la cuenca vallista, para albergarlos y abrigarlos definitivamente en el viaje de la vida. Muchos siglos después, los diaguitas llamaron al valle tal como era el paisaje que tenían ante sus ojos: “Taktillakta”, cuyo significado era precisamente "entrada espléndida", una hondonada geológica de forma más o menos triangular que tiene unos 21 kilómetros de longitud total y un ancho máximo, por el Sur, de 15 kilómetros, que se ciñe en el extremo norte. De aquella voz diaguita derivó el vocablo castellanizado de “Tafí” con que la arqueología identificó a esta cultura. Ella fue la primera comunidad sedentaria del noroeste argentino que aprendió a trabajar la tierra y recoger los frutos de esa faena y descubrió que los animales que cazaban -las llamas y las vicuñas- eran domesticables en corrales de piedra, así como aprendió también a criarlos en manadas para que les sirviera de alimento, transporte y sus pieles de abrigo. Fue entonces la primera comunidad agroalfarera, si bien su cerámica era ruda, aunque útil para los usos cotidianos. Sus habilidades, en cambio, se orientaron sobre todo a pulir y tallar las grandes piedras que yacían inertes en el valle.

El despertar de los menhires

Los tafíes despertaron efectivamente a aquellas piedras que dormían el letargo de los milenios, cuya altura llegaba a los cuatro metros, y a poco de asentarse comenzaron a erguirlas, una por una, para tallar sus cuerpos y esculpir sus rostros. Entonces sí, quedaron de pie, de cara al cielo, suplicando quizás la desesperación de una sequía interminable y la hambruna inevitable que siempre sobrevenía. Pero su silueta cincelada con figuras humanas o de los animales sagrados -se hallaron también piedras lisas, simplemente erectas- servía además para presidir el patio de todas las ceremonias comunitarias y familiares. La figura totémica de estos monolitos, que estaban enterrados profundamente para sostenerse a través de los siglos, fue tal vez la mayor expresión de la espiritualidad de los tafíes. Tal vez, el de los monolitos penitentes haya sido el culto precursor de la Pachamama, un ruego petrificado que preparó el espíritu de los hombres de la América primordial para el encuentro con la madre tierra. O tal vez hayan sido los orígenes del culto mismo a la Pachamama, diosa mayor de la divinidades indígenas desde el fondo de los tiempos. Lo único cierto es que todas las teorías que se tejieron y destejieron para tratar de leer el sentido religioso de una civilización, a través de estos rocosos mensajeros, no pueden ser más que una inmensa red de conjeturas, presunciones y supuestos -unos con más rigor científico que otros- acerca de la mística y el devocionario mágico de la cosmogonía aborigen de los tiempos más remotos de las culturas nativas americanas.
Tafí fue la primera cultura de lo que se conoce como el Período Temprano de las comunidades agrícolas y pastoriles, que marcaron el cambio más rotundo en los hábitos y modos de vida, desde que pasaron del nomadismo al sedentarismo. La vida de esta sociedad en el valle de Tafí se extendió hasta el año 800 después de Cristo, esto es, hubo una evolución social de más de un milenio que cruzó de una era a la otra de los tiempos.
Desde esa época -o un poco después, incluso- se pierden los rastros de la vida de este pueblo, por razones que todavía la ciencia arqueológica no puede desentrañar. Tal vez debió abandonar el valle que los albergó por más de mil años, porque los cambios climáticos intensos de entonces volvieron inhóspito a su hábitat, cuya fertilidad habían alcanzado a través de los siglos. Entonces, ¿los tafíes migraron desalojados por el clima adverso o por la amenaza de dominación militar y política de otros pueblos de la región? Nadie, ni la ciencia, lo puede saber con certeza. La única verdad incontrastable son los latidos concretos de los menhires y las construcciones de piedra que dejaron durmiendo bajo la tierra como el mejor producto cultural de su pasaje por la existencia.
Sus casas, en efecto, se levantaban con piedra sobre piedra y eran generalmente de forma circular o semicircular. En los primeros tiempos de su asentamiento en el valle de Tafí, se congregaban en pequeños grupos de viviendas unidos por vínculos de sangre hasta conformar núcleos familiares extensos, que estaban separados, unos de otros, cada trescientos metros, una modalidad que desnudaba todavía su espíritu errante que les impedía formar aldeas más populosas. Al principio de su historia sedentaria, aprendieron a edificar sus moradas con la técnica rudimentaria del apilado de piedras, de entrada absolutamente descubierta y, si tuvieron techo, fue con un arte no menos primitivo de paja y barro. Lo que se mantuvo siempre como espacio central de alto contenido espiritual y ceremonial, aunque no menos práctico por la perfecta funcionalidad cotidiana, fue el patio, a cuyo alrededor se iban disponiendo las viviendas de cada grupo, en la medida en que crecía la familia nuclear. Desde luego que se trataba de un espacio común para las tareas colectivas de todos los días, como la preparación y almacenaje de los alimentos y la fabricación de los utensilios, a lo que después se sumaría la rutina de los tejidos con la lana de las llamas que criaban. El patio reunía igualmente a sus miembros en comidas o cualquiera otra actividad social.
Cada grupo familiar fue ocupando, con el paso de los años, toda la superficie del valle tafinisto, a través de los que técnicamente se conoció como un “sistema de asentamiento disperso”. Elegían zonas donde la pendiente del suelo no superase el ocho por ciento y, según señala la arquitecta Gabriela Claudia Pastor en un estudio realizado sobre la vivienda de Tafí del Valle, “en una estrecha relación con las áreas de cultivo”, donde sembraban naturalmente papas, maíz y zapallo, además algunas legumbres. Desde luego que toda esta sistematización demandó un largo período de tiempo, que sirvió, a la vez, para que la evolución cultural de los tafíes sintiese el impacto de la interacción con pueblos y culturas vecinas o cercanas, como la Condorhuasi, cuyo resultado pudo verse más tarde con la creación e incorporación de técnicas novedosas de cultivos, como la experimentación de las áreas cultivables en andenes y terrazas, con un complejo sistema de riego, para mejorar el rendimiento agrícola, o de métodos de reproducción de rebaños y pastoreo en corrales de pircas circulares. Estas actividades, está claro, eran explotadas como fuentes básicas de la subsistencia de la sociedad.

La magia de las “piedras largas”

El tiempo, nuevas necesidades grupales y familiares, la influencia del intercambio cultural fueron finalmente el motor de la progreso cultural de este pueblo, cuyo perfeccionamiento en las artes de construir les permitió contar con viviendas de mayores espacios disponibles, así como fue claramente apreciable la solidez de su estructura basada fundamentalmente en la unión de las piedras de doble hilera con el barro, primero, a través del sistema de pircados, una técnica que después se fue mejorando hasta llegar a cementar las paredes con adobe. Algunos arqueólogos conjeturan que el ancho mayor de las paredes -alrededor de un metro- servía como vía de tránsito. Los techos, del mismo modo, habrían sido de paja y barro.
Pero el patio central era el protagonista más importante de la vida de los grupos familiares de los tafíes. Allí, se levantaba toda la ritualidad y la magia religiosa que practicaban diariamente y, por supuesto, un menhir enclavado en el centro de este espacio circular presidía siempre esa espiritualidad primitiva, donde cada latido de la existencia, cada pulso de la naturaleza, con los beneficios y las adversidades, era sentido como una expresión de los dioses nativos o directamente como ellos mismos. Por eso, un trueno, un rayo, la lluvia y, por fin, la madre tierra tenían entidad divina, eran dioses en sí mismos. Y siempre la “piedra larga” era el médium entre los hombres y los dioses. De ahí, la carga simbólica que tenía -y tiene- la iconografía lítica, desde las formas humanas, animales hasta la más diversa geometría circular y de ángulos rectos u obtusos, cincelada en bajos relieves y limpia de todo color sobre la piedra.
La suma de sus necesidades, como hombres y como pueblo, se resumía siempre en una sola impetración: el ruego de protección personal, familiar y social, así como a los animales y a los cultivos. La otra cara de ese pedido se traducía en solicitudes de fecundidad y fertilidad para las mujeres, la tierra y los rebaños. Es que toda la vida de la comunidad giraba en torno, quizás, de una existencia crispada de miedos y angustias inexplicables frente a una naturaleza todopoderosa e inaprensible, incontrolable y desconocida. ¿Cómo encontrar un sentido ante lo inexplicable, si no hubiese sido por el soporte mágico de su espiritualidad, donde la presencia totémica de aquellas piedras largas cumplía una función de contención de cara a tanta incertidumbre del presente y del futuro?
Más aún: un sector de la arqueología interpreta el tallado de algunos de estos monolitos como una escultura fálica que intenta representar al falo creador de los dioses. En realidad, se trataría de un culto fálico alineado a ritos semejantes de cultos ancestrales de diferentes regiones del mundo. En todas las culturas primitivas existió siempre la presencia ceremonial del falo, como el símbolo mayor de la fertilidad humana y animal, como la fuente emblemática de la vida e incluso de la inmortalidad. De allí que a un costado suyo, en un extremo del mismo patio ceremonial, los grupos familiares enterraban a los muertos, en un cementerio que estaba igualmente presidido por el menhir mágico, bajo cuya tutela descansaban los antepasados el sueño vivo de la eternidad.

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Fuentes:
# Menhires: La verdadera historia - Centro de Rescate del Patrimonio Cultural - UNT
# Manasse, Bárbara - Una historia alternativa sobre el pasado prehispánico del valle de Tafí - Escuela de Arqueología – SECyT (UNCa)
# Geoarqueología de Carapunco, Tucumán - Andrés Gustavo Herrera - Facultad de Ciencias Naturales e Instituto Miguel Lillo. Universidad Nacional de Tucumán.
# Vivienda vernácula del noroeste argentino. El caso de la vivienda rural de Tucumán. Siete aspectos para una definición de la vivienda rural del Valle de Tafí - Gabriela Claudia Pastor - Universidad Nacional de Tucumán.
# Reproducción social doméstica y asentamientos residenciales entre el 200 y 800 d.C. en el Valle de Tafí - Julián Salazar - Tesis doctoral en la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC).
# Sitios web: www.tafidelvalle.com - www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

(c) Hugo Morales Solá



1 comentario:

Leonardo de la Zerda dijo...

Esta mágica narración acerca de la importancia del elemento más preciado por esta cultura me sumerge en este hermoso mundo de los pueblos originarios. Entenderlos nos atrae, nos abraza a una comunidad llena de costumbres adoptadas de la hibridación de varios pueblos ancestrales simultáneamente. Una cultura sumamente rica, que bajó desde el norte hasta encontrar los valles del noroeste (hoy argentino) comparable por sus avances con civilizaciones como la egipcia tal vez. Habría que replantearse algunas convicciones occidentales, como la de inculcar desde el sistema educativo el conocimiento sobre las culturas egipcias y griegas o antes fomentar los conocimientos acerca de la cultura Inca. Una cultura que hasta la actualidad se la continúa estudiando por que comprende un sin fin de incertidumbres (debido, en gran medida, a que no adoptaron una forma de escritura propiamente dicha), pero supieron dejar otros mensajes a través de elementos que fueron dotados por la naturaleza y que perduran en la eternidad. Esta cultura realizó descubrimientos impensados y esta narración nos acerca algo de la riqueza de ella y nos sumerge, a través de sus menhires, en su pasado para de esta forma entender el presente y, tal vez, saber mirar el futuro.

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...