miércoles, 27 de julio de 2011

Los menhires de Tafí del Valle y la cultura de los tafíes - Parte II

De alguna manera, las esculturas de piedra que dejaron los antiguos tafíes quisieron -y quieren, todavía- transmitir la presencia viva de este pueblo, no sólo a través de su legado cultural sino como mensaje perenne de que su extinción no significó la muerte definitiva. Todo lo contrario: murieron, sí, para nacer de nuevo en esos cuerpos inmortales de piedra, vivos y renovados, respirando entre la piel siempre nueva de la roca indestructible.
Los siglos trajeron también el incremento de la población y la creación de nuevas formas de urbanización, adecuadas a las dimensiones de aldea que ya exhibía el cuerpo social de esta comunidad. El tejido de las construcciones comenzó a enlazarse y unirse definitivamente entre las primeras estructuras grupales de edificación, que estaban reunidas sobre todo hacia la zona de La Angostura. Los primeros patios rituales cedieron después a la gran plaza colectiva de todas las ceremonias y la vida de la comunidad. Pero el conglomerado urbano importante se desplazó definitivamente hacia las alturas de Carapunco, en cuya vecindad están actualmente los restos arqueológicos de La Bolsa. Allí aprendieron igualmente las artes de la alfarería, cuya creación artística no brilló como en la piedra, sino que se mostró discreta y primaria, ruda y casi monocromática. Lo que más se conoció fue la cerámica de uso doméstico, así como alguna escasa de destino ritual.
Lo cierto fue que los menhires fueron los pontífices necesarios entre los hombres y los dioses, el puente que unía los ruegos de los tafíes con la voluntad de la divinidad creadora de su mundo. La inclinación de sus cuerpos y la orientación de sus rostros describen con claridad esa función. Siempre, en efecto, estaban mirando al Este, al punto donde nace cada día el sol, padre de todas las deidades, para que su petición tuviera una conexión directa con el astro supremo de los cielos. Ese era el sentido profundo de su presencia: presidir todas las ceremonias religiosas de las familias, primero, y del pueblo todo, después. Por eso, los patios de cada grupo familiar tenían entronizado un monolito en cuya piel de piedra podía tener inscripto las figuras de círculos concéntricos, de felinos o de víboras, incluso de serpientes con cabezas humanas. En torno suyo, se colocaba toda la ornamentación ritual y los hombres se reunían bajo la advocación de los primeros hechiceros.

Vicarios divinos

Desde luego que el avance de los siglos trajo la evolución cultural de los tafíes, su transformación en aldea demandó de nuevas costumbres y hábitos de convivencia que respondiesen a las necesidades de todas las grandes familias que habían originado este pueblo. El espíritu religioso fue desarrollándose, del mismo modo, hacia estadios superiores del alma colectiva. Pero la presencia de los dioses de piedra, hundidos en la tierra primordial de los tafíes, nunca fue abandonada, sino todo lo contrario: la vicaría divina que ejercían en la tierra tenía la obligación de tutelar a una aldea cada vez más populosa. El culto convocó cada vez más al espíritu comunitario para ir abandonando el perímetro familiar. En la zona de Casas Viejas, pueden verse todavía restos de lo que fuera uno de los más importantes centros ceremoniales, donde fue encontrada, naturalmente, una mayor concentración de menhires.
El progreso de esta cultura mojó igualmente todas las actividades económicas y políticas, así como a la dinámica social. Todo lo cual pudo absorber también del intenso diálogo intercultural con otras culturas contemporáneas de la región, cuya más poderosa influencia operó desde la cultura Condorhuasi, que se desarrolló en el valle catamarqueño de Hualfín, con quien abrieron un enriquecedor intercambio de bienes materiales y espirituales.
Lo concreto fue que los tafíes perfeccionaron notablemente su capacidad de aprovechamiento de las tierras aptas para los cultivos que practicaban, mientras al mismo tiempo ensanchaban la frontera de esos terrenos cultivables en el pequeño valle de Tafí. Otro tanto hicieron con los rebaños familiares que llegaron a convertirlos en verdaderos ganados de llamas y vicuñas. La explotación agropecuaria sistematizada les permitió a través de los siglos mejorar las especies animales para diversificar su utilidad laboral y comercial. Llegaron a criar llamas para el transporte de cargas y otras para aprovechar su lana para los tejidos, además de las que obtenían para la alimentación.

Diálogo de culturas

La coexistencia pacífica, en líneas generales, de estos pueblos de valles cercanos abrió el dialogo intercultural y el tránsito de influencias sobre los saberes de cada sociedad. El perfeccionamiento del uso del fuego y el hallazgo de minerales y metales en las montañas que los envolvían potenció su ingenio hasta crear la metalurgia, un arte que les permitió forjar piezas de utilidad doméstica, ritual y militar. Pero la alfarería rudimentaria que practicaban en el valle de Tafí sintió también el progreso que traía la interculturalidad. La cerámica exhibió entonces mejor calidad de manufactura y mayor estilo, diseño y variedad de colores en la creatividad de los tafíes. El arte sobre la piedra sintió, a su vez, el viento de los siglos que insufló sobre las manos artesanas la inteligencia modernizada para crear nuevas técnicas de cincelado, así como el descubrimiento de nuevos yacimientos de imaginación para trabajar, crear y recrear el arte sobre las rocas.
Hasta que la ciencia perdió el rastro de su existencia en el valle, alrededor del año 800 después de Cristo, esta cultura, que había amanecido un milenio antes, mostró a la historia el desarrollo cultural de un pueblo antiguo pero de abundantes potencialidades espirituales, que llegó a tapizar el valle tafinisto de aldeas tuteladas por uno o más pastores de piedra, de estatura gigantesca, capaces de tocar las nubes y hacer escuchar las oraciones de su feligresía casi al oído de los cielos. Todo el valle se pobló de ellos, de los hombres de carne y huesos y de los sacerdotes de piel de roca.

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Fuentes:
# Menhires: La verdadera historia - Centro de Rescate del Patrimonio Cultural - UNT
# Manasse, Bárbara - Una historia alternativa sobre el pasado prehispánico del valle de Tafí - Escuela de Arqueología – SECyT (UNCa)
# Geoarqueología de Carapunco, Tucumán - Andrés Gustavo Herrera - Facultad de Ciencias Naturales e Instituto Miguel Lillo. Universidad Nacional de Tucumán.
# Vivienda vernácula del noroeste argentino. El caso de la vivienda rural de Tucumán. Siete aspectos para una definición de la vivienda rural del Valle de Tafí - Gabriela Claudia Pastor - Universidad Nacional de Tucumán.
# Reproducción social doméstica y asentamientos residenciales entre el 200 y 800 d.C. en el Valle de Tafí - Julián Salazar - Tesis doctoral en la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC).
# Sitios web: www.tafidelvalle.com - www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

(c) Hugo Morales Solá



martes, 12 de julio de 2011

Los menhires de Tafí del Valle y la cultura de los tafíes - Parte I

Son suplicantes eternos, que ruegan erectos desde la oscuridad de los milenios. Imploran a los cielos que manden agua para fertilizar la tierra sedienta y al calor del sol, tantas veces tibio de aquellas eras, para fecundar a los hombres y a los animales. El nombre de “menhir” los hermana con el universo de “piedras largas” -eso significa la palabra celta- que se levantan en diferentes lugares del planeta, pero ellas son recuerdos desesperados en el valle de Tafí, tal vez rogativas que se alzaban -se alzan, todavía- a los dioses de la América lejana y remota, anterior incluso a la era cristiana, para pedirles su protección entre la suma de adversidades que debe haber significado la vida y la convivencia de aquellos años casi sin memoria.
Los tafíes fueron, en efecto, la primera comunidad que decidió asentarse de manera estable en tierras argentinas unos 300 años antes de Cristo, según las primeras noticias arqueológicas que se tuvo de ellos. Habían elegido un valle de dos mil metros de altura, cuya piel tal vez no tenía, por aquellas centurias, el terciopelo verde de estos tiempos, pero era igualmente hospitalario para cambiar sus días de nomadismo, cuando la supervivencia dependía de la caza que los llevaba y traía adonde estuvieran las manadas y las bandadas de animales que les servían para alimentar a las tribus que migraban en grupos más o menos reducidos por la propia naturaleza, claro está, de viajeros interminables entre el polvo de otros valles y quebradas de las sierras del noroeste.
Es posible, en realidad, que los tafíes hayan bajado desde las alturas de la puna boliviana, movidos por la tracción nómada de la supervivencia, hasta que se deslumbraron con este valle quieto y silencioso, probablemente menos verde, probablemente más seco, pero apto igualmente como un regazo tierno de la madre tierra que los estaba esperando en el oeste montañoso de Tucumán, entre las Sierras del Aconquija, como límite occidental, y el Sistema de las Cumbres Calchaquíes que se levanta como muro oriental de la cuenca vallista, para albergarlos y abrigarlos definitivamente en el viaje de la vida. Muchos siglos después, los diaguitas llamaron al valle tal como era el paisaje que tenían ante sus ojos: “Taktillakta”, cuyo significado era precisamente "entrada espléndida", una hondonada geológica de forma más o menos triangular que tiene unos 21 kilómetros de longitud total y un ancho máximo, por el Sur, de 15 kilómetros, que se ciñe en el extremo norte. De aquella voz diaguita derivó el vocablo castellanizado de “Tafí” con que la arqueología identificó a esta cultura. Ella fue la primera comunidad sedentaria del noroeste argentino que aprendió a trabajar la tierra y recoger los frutos de esa faena y descubrió que los animales que cazaban -las llamas y las vicuñas- eran domesticables en corrales de piedra, así como aprendió también a criarlos en manadas para que les sirviera de alimento, transporte y sus pieles de abrigo. Fue entonces la primera comunidad agroalfarera, si bien su cerámica era ruda, aunque útil para los usos cotidianos. Sus habilidades, en cambio, se orientaron sobre todo a pulir y tallar las grandes piedras que yacían inertes en el valle.

El despertar de los menhires

Los tafíes despertaron efectivamente a aquellas piedras que dormían el letargo de los milenios, cuya altura llegaba a los cuatro metros, y a poco de asentarse comenzaron a erguirlas, una por una, para tallar sus cuerpos y esculpir sus rostros. Entonces sí, quedaron de pie, de cara al cielo, suplicando quizás la desesperación de una sequía interminable y la hambruna inevitable que siempre sobrevenía. Pero su silueta cincelada con figuras humanas o de los animales sagrados -se hallaron también piedras lisas, simplemente erectas- servía además para presidir el patio de todas las ceremonias comunitarias y familiares. La figura totémica de estos monolitos, que estaban enterrados profundamente para sostenerse a través de los siglos, fue tal vez la mayor expresión de la espiritualidad de los tafíes. Tal vez, el de los monolitos penitentes haya sido el culto precursor de la Pachamama, un ruego petrificado que preparó el espíritu de los hombres de la América primordial para el encuentro con la madre tierra. O tal vez hayan sido los orígenes del culto mismo a la Pachamama, diosa mayor de la divinidades indígenas desde el fondo de los tiempos. Lo único cierto es que todas las teorías que se tejieron y destejieron para tratar de leer el sentido religioso de una civilización, a través de estos rocosos mensajeros, no pueden ser más que una inmensa red de conjeturas, presunciones y supuestos -unos con más rigor científico que otros- acerca de la mística y el devocionario mágico de la cosmogonía aborigen de los tiempos más remotos de las culturas nativas americanas.
Tafí fue la primera cultura de lo que se conoce como el Período Temprano de las comunidades agrícolas y pastoriles, que marcaron el cambio más rotundo en los hábitos y modos de vida, desde que pasaron del nomadismo al sedentarismo. La vida de esta sociedad en el valle de Tafí se extendió hasta el año 800 después de Cristo, esto es, hubo una evolución social de más de un milenio que cruzó de una era a la otra de los tiempos.
Desde esa época -o un poco después, incluso- se pierden los rastros de la vida de este pueblo, por razones que todavía la ciencia arqueológica no puede desentrañar. Tal vez debió abandonar el valle que los albergó por más de mil años, porque los cambios climáticos intensos de entonces volvieron inhóspito a su hábitat, cuya fertilidad habían alcanzado a través de los siglos. Entonces, ¿los tafíes migraron desalojados por el clima adverso o por la amenaza de dominación militar y política de otros pueblos de la región? Nadie, ni la ciencia, lo puede saber con certeza. La única verdad incontrastable son los latidos concretos de los menhires y las construcciones de piedra que dejaron durmiendo bajo la tierra como el mejor producto cultural de su pasaje por la existencia.
Sus casas, en efecto, se levantaban con piedra sobre piedra y eran generalmente de forma circular o semicircular. En los primeros tiempos de su asentamiento en el valle de Tafí, se congregaban en pequeños grupos de viviendas unidos por vínculos de sangre hasta conformar núcleos familiares extensos, que estaban separados, unos de otros, cada trescientos metros, una modalidad que desnudaba todavía su espíritu errante que les impedía formar aldeas más populosas. Al principio de su historia sedentaria, aprendieron a edificar sus moradas con la técnica rudimentaria del apilado de piedras, de entrada absolutamente descubierta y, si tuvieron techo, fue con un arte no menos primitivo de paja y barro. Lo que se mantuvo siempre como espacio central de alto contenido espiritual y ceremonial, aunque no menos práctico por la perfecta funcionalidad cotidiana, fue el patio, a cuyo alrededor se iban disponiendo las viviendas de cada grupo, en la medida en que crecía la familia nuclear. Desde luego que se trataba de un espacio común para las tareas colectivas de todos los días, como la preparación y almacenaje de los alimentos y la fabricación de los utensilios, a lo que después se sumaría la rutina de los tejidos con la lana de las llamas que criaban. El patio reunía igualmente a sus miembros en comidas o cualquiera otra actividad social.
Cada grupo familiar fue ocupando, con el paso de los años, toda la superficie del valle tafinisto, a través de los que técnicamente se conoció como un “sistema de asentamiento disperso”. Elegían zonas donde la pendiente del suelo no superase el ocho por ciento y, según señala la arquitecta Gabriela Claudia Pastor en un estudio realizado sobre la vivienda de Tafí del Valle, “en una estrecha relación con las áreas de cultivo”, donde sembraban naturalmente papas, maíz y zapallo, además algunas legumbres. Desde luego que toda esta sistematización demandó un largo período de tiempo, que sirvió, a la vez, para que la evolución cultural de los tafíes sintiese el impacto de la interacción con pueblos y culturas vecinas o cercanas, como la Condorhuasi, cuyo resultado pudo verse más tarde con la creación e incorporación de técnicas novedosas de cultivos, como la experimentación de las áreas cultivables en andenes y terrazas, con un complejo sistema de riego, para mejorar el rendimiento agrícola, o de métodos de reproducción de rebaños y pastoreo en corrales de pircas circulares. Estas actividades, está claro, eran explotadas como fuentes básicas de la subsistencia de la sociedad.

La magia de las “piedras largas”

El tiempo, nuevas necesidades grupales y familiares, la influencia del intercambio cultural fueron finalmente el motor de la progreso cultural de este pueblo, cuyo perfeccionamiento en las artes de construir les permitió contar con viviendas de mayores espacios disponibles, así como fue claramente apreciable la solidez de su estructura basada fundamentalmente en la unión de las piedras de doble hilera con el barro, primero, a través del sistema de pircados, una técnica que después se fue mejorando hasta llegar a cementar las paredes con adobe. Algunos arqueólogos conjeturan que el ancho mayor de las paredes -alrededor de un metro- servía como vía de tránsito. Los techos, del mismo modo, habrían sido de paja y barro.
Pero el patio central era el protagonista más importante de la vida de los grupos familiares de los tafíes. Allí, se levantaba toda la ritualidad y la magia religiosa que practicaban diariamente y, por supuesto, un menhir enclavado en el centro de este espacio circular presidía siempre esa espiritualidad primitiva, donde cada latido de la existencia, cada pulso de la naturaleza, con los beneficios y las adversidades, era sentido como una expresión de los dioses nativos o directamente como ellos mismos. Por eso, un trueno, un rayo, la lluvia y, por fin, la madre tierra tenían entidad divina, eran dioses en sí mismos. Y siempre la “piedra larga” era el médium entre los hombres y los dioses. De ahí, la carga simbólica que tenía -y tiene- la iconografía lítica, desde las formas humanas, animales hasta la más diversa geometría circular y de ángulos rectos u obtusos, cincelada en bajos relieves y limpia de todo color sobre la piedra.
La suma de sus necesidades, como hombres y como pueblo, se resumía siempre en una sola impetración: el ruego de protección personal, familiar y social, así como a los animales y a los cultivos. La otra cara de ese pedido se traducía en solicitudes de fecundidad y fertilidad para las mujeres, la tierra y los rebaños. Es que toda la vida de la comunidad giraba en torno, quizás, de una existencia crispada de miedos y angustias inexplicables frente a una naturaleza todopoderosa e inaprensible, incontrolable y desconocida. ¿Cómo encontrar un sentido ante lo inexplicable, si no hubiese sido por el soporte mágico de su espiritualidad, donde la presencia totémica de aquellas piedras largas cumplía una función de contención de cara a tanta incertidumbre del presente y del futuro?
Más aún: un sector de la arqueología interpreta el tallado de algunos de estos monolitos como una escultura fálica que intenta representar al falo creador de los dioses. En realidad, se trataría de un culto fálico alineado a ritos semejantes de cultos ancestrales de diferentes regiones del mundo. En todas las culturas primitivas existió siempre la presencia ceremonial del falo, como el símbolo mayor de la fertilidad humana y animal, como la fuente emblemática de la vida e incluso de la inmortalidad. De allí que a un costado suyo, en un extremo del mismo patio ceremonial, los grupos familiares enterraban a los muertos, en un cementerio que estaba igualmente presidido por el menhir mágico, bajo cuya tutela descansaban los antepasados el sueño vivo de la eternidad.

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Fuentes:
# Menhires: La verdadera historia - Centro de Rescate del Patrimonio Cultural - UNT
# Manasse, Bárbara - Una historia alternativa sobre el pasado prehispánico del valle de Tafí - Escuela de Arqueología – SECyT (UNCa)
# Geoarqueología de Carapunco, Tucumán - Andrés Gustavo Herrera - Facultad de Ciencias Naturales e Instituto Miguel Lillo. Universidad Nacional de Tucumán.
# Vivienda vernácula del noroeste argentino. El caso de la vivienda rural de Tucumán. Siete aspectos para una definición de la vivienda rural del Valle de Tafí - Gabriela Claudia Pastor - Universidad Nacional de Tucumán.
# Reproducción social doméstica y asentamientos residenciales entre el 200 y 800 d.C. en el Valle de Tafí - Julián Salazar - Tesis doctoral en la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC).
# Sitios web: www.tafidelvalle.com - www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

(c) Hugo Morales Solá



 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...