jueves, 29 de diciembre de 2011

La cultura Condorhuasi - Parte III

Setecientos años de evolución

La cultura Condorhuasi, como expresión del espíritu humano -individual o colectivo-, fue, desde luego, el resultado de una lenta y larga evolución en el tiempo del modo de ser de este pueblo, que demandó un proceso de alrededor de 700 años (200 a.C. - 500 d.C.). Pero ella puede exhibir, como en pocas sociedades, la profundidad de las transformaciones sociales, políticas, económicas y religiosas, que en conjunto sintetizaron el progreso cultural de Condorhuasi. Esto es lo que da cuenta acabadamente el mensaje que sobre todo el arte de esa comunidad dejó para la historia, como muestra viva de su crecimiento espiritual. 
Los avances históricos de Condorhuasi se pueden medir también desde otros rastros arqueológicos, como las ruinas de sus viviendas o cementerios, pero es en la producción de sus manifestaciones artísticas donde mejor reveló esta cultura el desarrollo de su inteligencia y todos sus talentos dormidos. Lo hizo, como se vio, en la piedra y en la metalurgia, pero con la cerámica coronó la calidad estética de su genio creativo. Es cierto, no lo hicieron con conciencia artística, para disfrutar de toda la vastedad de su creación, sino que con ella pretendieron servir a las divinidades que impetraban, fueron instrumentos de comunicación con la trascendencia sobrenatural y, con eso, para ellos estaba cumplida la misión creadora de todo su arte. Del mismo modo, puede concluirse con el resto de su producción doméstica o militar. Pero desde la mirada arqueológica esta obra portentosa del arte de Condorhuasi es la ventana más idónea para conocer su vida, su espíritu y sus creencias. 
Los investigadores Víctor A. Núñez Regueiro y Marta R. A. Tartusi clasifican a la evolución de la cerámica de Condorhuasi en tres fases perfectamente notables, según las variaciones que fue manifestando con el trajinar de los siglos. A la primera fase, entre los años 200 a.C. y 200 d.C., llamaron “Diablo”. El segundo período se identifica como “Barrancas” y ocupa el período entre los años 200 d.C. y 350 d.C. En tanto que el tercer momento artístico de la cerámica se lo conoce como “Alumbrera”, desde el año 350 d.C. hasta el año 500 de la era cristiana, cuando comienza a extinguirse esta civilización.  

La “fase Diablo”

Es la etapa original de este pueblo, es tosca y rudimentaria, de recipientes esféricos y cuellos cilíndricos, con dibujos en líneas verticales más bien serpenteadas. La cerámica era de un material precario y de colores pajizos u oscuros con escasa o ninguna empuñadura. Más tarde, fueron apareciendo, dentro del mismo período, las vasijas mejor pulidas y de tonalidades grisáceas, que conservaban, de todos modos, el diseño básico y elemental, aunque muchas piezas de cuerpos más achatados y mejor trabajados los mangos. Su ornato mostraba ya líneas quebradas de una geometría simple pero a la vez novedosa, que se resumían en rombos o triángulos vacíos en su interior o, por el contrario, atiborrados de pequeñas manchas en formas de puntos. Desde luego, poco -o ninguna- abstracción podía haber y sus creaciones eran esbozos de la naturaleza, como las vasijas con formas de zapallo. Un diseño común de ese tiempo, pero que resumía, por un lado, el grado de evolución de la comunidad, que había estacionado definitivamente su nomadismo en este territorio, a la vez que reflejaba que había comenzado a aprovechar la tierra con prácticas agrícolas cada vez más intensivas.

Vaquería

Mientras evolucionaba la cerámica de puro cuño Condorhuasi, en el valle salteño de Lerma conocían la luz de la creación las primeras obras de la cerámica Vaquería, que tendría su centro precisamente en esa región, aunque se expandiría hacia las zonas valliserranas como un regreso a la matriz de Hualfín, desde donde Condorhuasi ejercía su poderosa influencia. De ahí que este estilo, pulcro y refinado, resulte, en realidad, un producto de calidad estética tal vez superior, pero sin renunciar a los destellos originarios de Condorhuasi. Desde allí, esta cultura pudo irradiarse también hasta los umbrales de la Puna chilena, a través de una red de vasos comunicantes con la cultura de El Molle, en el norte de Chile, que transmitieron la clara ascendencia de Condorhuasi sobre el arte de la región. 
El producto de Vaquería versó, sobre todo, en torno de jarros cilíndricos, cuyos cuerpos representaban a figuras o cabezas humanas, pintadas con rojo oscuro y negro sobre un fondo de amarillo pálido, cuyas líneas geométricas hacen muy difícil la diferenciación, por ejemplo, con los vasos rituales de Hualfín, de bandas escalonadas, decoradas, por lo general, en negro y blanco. Tal vez toda esta obra pertenezca al momento de mayor esplendor de la cultura Condorhuasi, alrededor del año 100 de la era cristiana, cuando exhibió las más importantes transformaciones culturales que permitió ampliar la onda expansiva de la explosión cultural que había detonado en Hualfín. 

 La “fase Barrancas”

Amanece por el tercer siglo de la edad cristiana y sería conocida como Condorhuasi Polícromo Clásico, quizás sea, en realidad, el producto de aquel gran salto cultural del siglo anterior. Sus formas son ya mucho más variadas y los colores de los vasos y vasijas más diversificados. De una época casi monocromática se había escalado a este estadio multicolor, que ciertamente llenó de vida a sus productos. A esa época prolífica pertenecen los vasos rituales, verdaderas esculturas de cerámica de silueta humana, con el cuello del recipiente ubicado sobre la cabeza, con piernas cónicas o en globo, sin pie, y con los cuerpos atravesados de rayos o serpientes. A veces eran de líneas animales y otras de perfil mixto, entre humano y animal, de mayor semejanza todavía a los vasos de Vaquería. Dicen los arqueólogos que las representaciones animales, con predominio felino, pumas o jaguares, tenían un significado metafórico, pero los modelados con representaciones humanas expresaban el liderazgo de algunos hombres, así como el surgimiento de la desigualdad social, que ya por esa época empezaba a transmitirse de manera hereditaria. 
Por eso es que hasta la religiosidad servía para marcar las diferencias de clases en la sociedad, ya que el uso de las imágenes de un culto, como el solar, les daba pertenencia a algún estrato de ella. Del mismo modo, la representación de los vasos ceremoniales con figuras de hombres sentados, de imagen esférica, simbolizaban, según la lectura de los investigadores, el poder de los jefes políticos de la ciudad, porque a ellos pertenecía exclusivamente esa posición ritual. Tal vez una de las piezas de cerámicas más conocidas sean, además de los cuerpos de felinos y aves, los recipientes con formas de mujer en actitud de gatear, con cuerpos globulares y en cuatro patas, así como aquellos que representaban a los hombres exhibiendo claramente su sexo. 

Los “zeppelines”

Una rara pero típica imagen de esta cultura fueron igualmente los “zeppelines”, entre los vasos de imagen zoomorfa. Eran efigies coniformes de cuello alto y gallardo y cuerpo en globo. Lo cierto fue que este arte tuvo un altísimo contenido de modelado que prevaleció por sobre lo decorativo, como observa un sector de la arqueología. Un arte que dejó manar la creatividad por las manos de los artesanos, que entregaron lo mejor de su imaginación al sueño de las formas, dando libertad a sus dedos para amasar la arcilla con diseños extraños, alucinados, como deslumbrados por la existencia e hipnotizados, al mismo tiempo, por torrente de espiritualidad que se despeñaba con una fuerza expresiva irresistible en cada creación. Un arte, en suma, de una belleza delicada, refinada y sutil, trabajado hasta el mínimo detalle para que las técnicas del acabado de cada una de sus piezas fuesen resistentes al peso y el paso del tiempo. 
Todo lo cual, en otras palabras, demuestra el grado de evolución de la cultura de Condorhuasi, por encima de otras manifestaciones culturales contemporáneas, que eligió a las formas, los relieves y el difícil trabajo escultórico más que a la destreza de la pintura y la combinación de los colores sobre la cerámica. Un trabajo espinoso, y arduo, comprometido con los contornos, cuyos rostros, sobre todo, pudieron transmitir hasta nuestro tiempo el mensaje de su presencia mística y trascendente, a través de figuras alucinantes, emergidas de la pura creación del hombre originario de Condorhuasi. 

Alamito

 La ultima fase del arte cerámico de Condorhuasi se desarrollo en Alamito, en el departamento catamarqueño de Andalgalá, como un gran brazo de irradiación de esta cultura prehistórica de los valles del noroeste argentino. Desde luego, la tendencia al modelado siguió prevaleciendo, si bien se abandonó ya la combinación de los colores típicos de la etapa anterior, esto es, la pintura negra, de bordes blancos sobre un fondo de engobe rojizo, y comenzó a modelarse en cuerpos de gran volumen de líneas elípticas y cuellos cilíndricos que reproducían seres humanos o animales. Es el momento artístico de esta cultura que la ciencia arqueológica identifica como “Fase Alumbrera tricolor”, que se extendió desde el año 350 hasta los alrededores del 500 de nuestra era. Un arte que resplandeció con luz propia en el universo cultural de su tiempo, y de los que vendrían, que mojó notablemente con su influencia a otras culturas contemporáneas y futuras con el sello de la alta especialización de espíritu creador. 

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 Fuentes: 
*EL Período Formativo Inferior. Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi -
*Sociedades Agropastoriles Tempranas: El Formativo Inferior del Noroeste Argentino. Olivera, D. E. (2001) En Historia Argentina Prehispánica, Tomo I: pp. 83-125. Brujas. Córdoba.
*Sitios web: www.arteceramico.com.ar - www.catamarcaguia.com.ar - www.sepia-arte.com.ar - www.mineria.gov.ar - www.precolombino.cl - www.naya.org.ar

(c) Hugo Morales Solá

viernes, 9 de diciembre de 2011

La cultura Condorhuasi - Parte II

   Dioses para cada actividad
   
   Eran las mismas deidades que, al final de la vida, acompañaban también a la muerte. De hecho, la mayoría absoluta de la iconografía en cerámica hallada en esta cultura fue extraída de las tumbas de los cementerios. Estos sepulcros eran amplias cámaras de 2 o 3 metros de profundidad que se ensanchaban en el extremo inferior, donde podían caber uno o más cuerpos y se depositaban vasos, platos y fuentes de cerámica, adornados de incrustaciones de oro, que esbozaban la figura de felinos. Hubo igualmente otras esculturas de piedra. A veces la tumba disponía de una pequeña cámara lateral que servía para agregar estos objetos ofrecidos para el viaje eterno de quien había muerto. Incluso, este ofertorio se completaba con el ajuar personal del difunto, es decir, la suma de sus objetos y adornos personales metálicos, líticos o de arcilla. La muerte de un miembro de esta comunidad iba escoltada, del mismo modo, de la muerte de una llama, que era sacrificada para depositarla con las demás ofrendas en la misma sepultura. 
   Una cultura teocéntrica, como la de estas sociedades primitivas, intentaba interpretar la existencia -adversa en muchos sentidos-, la naturaleza -omnipotente y desconocida- y el universo, en definitiva, desde una espiritualidad mágica, ante la incapacidad natural de la condición humana de responder con recursos más racionales en esos tiempos remotos. El sol, por ejemplo, fue el culto mayor que practicaron, hasta que los siglos descendieron ese credo religioso a la madre tierra para que la Pachamama presidiese toda la espiritualidad andina. 

La influencia regional 

   Precisamente, desde esa cultura, que giraba en torno de la presencia divina, los hombres y mujeres de Condorhuasi estructuraron toda la vida familiar, social, económica y política. Sus rutinas, su trabajo cotidiano, eran dirigidos desde ese sistema de creencias. Incluso, las relaciones con otros pueblos estaban gobernadas por el mismo patrón espiritual que, desde luego, era compartido por las sociedades vecinas con quienes interactuaba, a través de un tráfico progresivo de comunicación, como un modo seguir respondiendo a las pulsiones nómadas que todavía latían en su espíritu. 
   Sucedió, efectivamente, que el hecho cultural de la sedentarización no impidió que avanzaran en la exploración de otros territorios desconocidos y descubriesen otros pueblos con características comunes y otras particularidades que le daban a la vez una identidad exclusiva. Estaban ávidos de aprender y transmitir, de actuar e interactuar, de fundir culturas e integrarse, a través de sus creencias comunes y diferentes a un solo tiempo. 
    Esto es lo que se ve claramente en la influencia poderosa que ejerció Condorhuasi sobre la producción artística de otras culturas de su tiempo, hasta proyectarse más allá del territorio propio de Catamarca, como el influjo indudable que se observa en la cerámica encontrada en yacimientos de La Rioja, Santiago del Estero y aun en algunos sectores de la Puna Meridional. Los menhires En las esculturas de piedra, aparece, por supuesto, el predominio fuerte de “los suplicantes”, que no tuvieron aquí el protagonismo central que exhibieron en la cultura Tafí, pero de todos modos hubo, sí, una misión mística preponderante de estos seres de piedra que intercedían por los hombres ante el altar de los cielos. No está claro, sobre este fenómeno, de dónde viene la influencia de estos menhires: ¿fue la cultura Condorhuasi que impactó fuertemente sobre la de los tafíes hasta hacer de estas “piedras largas” el centro de su religiosidad o, al revés, fue la espiritualidad Tafí que penetró sobre la Condorhuasi con manifestaciones disminuidas de la misma mística? 
   Lo cierto fue que compartieron la misma cosmogonía originaria que se expandió por los valles del noroeste argentino a través de la intensa interculturalidad que experimentaron los albores del poblamiento de esta región. Hay, igualmente, otras producciones líticas menores en Condorhuasi que rescatan su destreza escultórica de manera no menos brillante, como platos, morteros, las pipas rituales, que servían para quemar sustancias alucinógenas y permitían al hechicero y sus acólitos entrar en el trance de comunicación con los dioses, o las hachas de cuello, finamente labradas, utilizadas con el mismo propósito ceremonial, o las “tembetás”, que eran unas piezas cilíndricas cinceladas en piedra que se incrustaban en los labios. También tallaron pulcramente la piedra lapislázuli para hacer collares que, según algunos investigadores, podrían haber sido utilizados como medio de pago, además de haber sido objetos de ornamentación religiosa. 

 El arte metalúrgico 

  Crearon, por otra parte, las artes y las técnicas metalúrgicas cuando descubrieron los metales abundantes -blandos y duros, comunes y preciosos- que yacían en las montañas que los envolvían en el valle de Hualfín. Aprendieron primero a extraerlos con diferentes métodos, cuya pericia fue perfeccionándose con el paso de los siglos. Precisamente, la variedad de metales que llegaron a extraer estimuló la imaginación de los nativos y comenzaron a intentar fundir unos con otros para observar sus resultados y analizar los grados de maleabilidad o de resistencia de estas nuevas combinaciones metálicas. Las aleaciones, en suma, sirvieron para producir una parte importante del arte de su ornamentación personal, militar y religiosa. De ellas -y, naturalmente, de la creatividad de los artesanos- aparecieron las vinchas, colgantes, aros, pulseras y pectorales. Muchos hechos de oro, plata y cobre, pero también de bronce.

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 Fuentes: 
*EL Período Formativo Inferior. Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi -
*Sociedades Agropastoriles Tempranas: El Formativo Inferior del Noroeste Argentino. Olivera, D. E. (2001) En Historia Argentina Prehispánica, Tomo I: pp. 83-125. Brujas. Córdoba.
*Sitios web: www.arteceramico.com.ar - www.catamarcaguia.com.ar - www.sepia-arte.com.ar - www.mineria.gov.ar - www.precolombino.cl - www.naya.org.ar


(c) Hugo Morales Solá


jueves, 24 de noviembre de 2011

La cultura Condorhuasi - Parte I

   El gran valle de Hualfín, en el noroeste de Catamarca, fue sobre todo el medio ambiente que eligió este pueblo, cuyo nombre verdadero se esconde en la niebla del tiempo, conocido en la ciencia arqueológica como Condorhuasi, para identificarse con el lugar donde al cabo de los milenios fueron hallados los principales rastros de su modo de vivir y convivir, de subsistir, de ser y de creer. Todo aquello, en definitiva que en conjunto fuera el producto cultural de un espíritu colectivo que evolucionó con los siglos hasta mostrarse como la identidad compacta de un pueblo que resistió a la depredación del tiempo.
   Hubo otras manifestaciones de la vida de este pueblo más allá de Hualfín, como las de Alamito en Campo del Pucará o las de la Ciénaga en el mismo valle de Hualfín, ambas consideradas por diferentes corrientes de investigadores como culturas independientes o como proyecciones de Condorhuasi. Lo cierto fue que esta sociedad, que aparece en la historia de la arqueología en el tercer siglo antes de Cristo, rompió tal vez con su tradición migrante, que la vinculaba con las culturas del altiplano, cuando descubrió esta región de valles anchos y apacibles y advirtió que allí había agua y habían, en consecuencia, tierras saludables para la pastura de sus ganados de llamas, así como aptas para la agricultura. Estos elementos, desde luego, fueron -y son- las condiciones imprescindibles para cualquier asentamiento social, pero son igualmente el motor más importante para toda evolución espiritual. 
   Por sus orígenes nómadas, la Condorhuasi fue en general una sociedad de pastores de llamas que adquirió después, con la decisión de arraigarse en Hualfín, las prácticas agrícolas. Naturalmente, al principio fueron instalándose en pequeños grupos alrededor de los reducidos fundos de cultivos que estaban aprendiendo y les obligaba a destinar la mayor parte de su atención. El clima y los suelos se prestaron para que cosecharan el maíz, el zapallo y el poroto, la papa y la quinoa, lo cual significaba un avance importante en el progreso cultural del pueblo, si se considera que poco tiempo atrás esta sociedad subsistía de la caza y la recolección de frutos silvestres que encontraban en los caminos de su vida trashumante, recursos que no abandonaron más allá de su radicación definitiva. De aquellos hábitos presedentarios habían evolucionado hacia la cría de pequeños rebaños de llamas, que llevaban en sus viajes, y de éstos escalaron hasta la reproducción de ganados, que crecieron según la demanda social creciente de la sedentarización. 
   Ella, entre otras escasas sociedades de la misma era prehistórica de esta región, pertenece a lo que se conoce el período formativo de los valles del noroeste argentino. Esto es: la época de su poblamiento y evolución cultural de una zona altamente fértil para la diversidad espiritual de los pueblos que hinchieron sus alturas. La cultura Condorhuasi, en efecto, fue una de las manifestaciones artísticas que más resplandeció -y resplandece- dentro del Período Agroalfarero Temprano, que abarca precisamente desde el año 500 antes de Cristo hasta el año 650 de la era cristiana. Lo que menos se conoce de esta sociedad es el tipo de vivienda, si bien se tiene constancia de que habitaron en casas circulares semienterradas, llamadas casas pozos, con cimientos de piedras y estructuras de adobe, cuya consistencia, por supuesto, no resistió al tiempo y desapareció la mayor parte del yacimiento de Condorhuasi, para dejar sólo las pircas de piedras que corresponden al sector subterráneo de la vivienda. También hay evidencias de silos de almacenamiento de alimentos de laja y barro. Se agrupaban en conjuntos de 7 a 8 viviendas alrededor de los cultivos, reunidas generalmente por un patrón de vínculo familiar, cuyo jefe decidía y distribuía las tareas de la comunidad agropastoril. 
   Pero estas pequeñas aldeas se transformaron más tarde en ciudades con una urbanización y una organización social que no sólo les permitió proyectar una notable identidad propia, sino que además entibió el progreso cultural de su arte hacia producciones religiosas que llegarían a expresar, a través de la cerámica, en primer lugar, pero también de la piedra y la metalurgia, toda la cosmovisión espiritual de sus creencias y el modo, en definitiva, de interpretar la naturaleza, el universo y la constelación de divinidades que fueron creando en el panteón de su mitología, para intentar dar una respuesta mística a lo que hasta entonces no era posible explicar desde lo racional. 

 La religión solar 

 Desde luego que la religión solar presidió siempre sus cultos, pero por debajo de ella hubo deidades animales, como las figuras felinas que crearon en la cerámica, y otras de naturaleza humanoide y algunas donde su imagen fundía en un solo cuerpo al animal con el hombre. Crearon, ciertamente, sus dioses para que les mandase la lluvia vital en una región de clima cálido y seco, les protegiese los cultivos y los ganados y les diese salud y larga vida en una época de corta expectativa de la existencia, aunque, es cierto, con reducidos márgenes de contaminación. A veces, los mismos truenos, un rayo o la lluvia cobraban entidad divina. Eran los dioses que acompañaban la vida comunitaria, familiar y personal, en los primeros patios a cuyo alrededor se construían las casas de los grupos familiares que se reunían para llevar adelante un cultivo en una parcela de tierra. Bajo su protección los habitantes de Condorhuasi llegaron a trasformarse desde el primitivo estado aldeano, al que habían llegado como colectividades trashumantes, cazadoras y recolectoras, en una sociedad asentada a través de importantes explotaciones agrícolas y ganaderas, anclada en la tierra que le exigía su trabajo. Allí aprendieron a sistematizar la tierra en terrazas y experimentaron con los primeros sistemas de riego que les permitía controlar mejor el uso del agua que no abundaba. 

 Pastores y ganaderos 

   Tal vez el sino original de pastorear las llamas y vicuñas, que alimentaron su vida nómada, nunca los abandonó. Por eso, siempre atendieron la explotación ganadera como la actividad económica más importante. En la evolución cultural de este pueblo puede observarse, en efecto, una alta sistematización pecuaria que le permitió alcanzar rendimientos importantes en la reproducción y clasificación de los ganados de camélidos. Ese perfeccionamiento ganadero los condujo, como a los Tafíes, al mejoramiento de estas especies animales para diversificar su utilidad laboral y comercial. Llegaron, así, a criar llamas para el transporte de cargas y otras para aprovechar su lana para los tejidos, además de las que obtenían para la alimentación Los mismos dioses sirvieron después para que bajo su advocación se estratificara la sociedad, según los hábitos y las prácticas económicas que cada sector tenía a su cargo. Es decir, el aprovechamiento de suelos o la domesticación de llamas, a través de la producción de manadas en corrales de piedra, así como la naciente alfarería rústica y ritual, y la metalurgia, exigían organizar la comunidad en diferentes capas para que se ocuparan de cada una de estas actividades. Naturalmente, aquel orden se impuso por jerarquías, ofrecidas, cada una de ellas, a las divinidades que las protegerían, todas bajo el control y la bendición del chamán del pueblo.

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(c) Hugo Morales Solá

Fuentes:
* “Los mecanismos de control y la organización del espacio en los períodos formativo y de integración regional”. Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Cuadernos de la Facultad de Humanidades y ciencias Sociales de la Universidad de Jujuy. Noviembre de 2003. Número 020. Pp. 37-50.
* “El período formativo inferior en la provincia de Catamarca (desde el 450 a.C. hasta el 600 d.C.). Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Catamarca Guía: www.catamarcaguia.com.ar


(c) Hugo Morales Solá

jueves, 10 de noviembre de 2011

Los Quilmes - Parte IV

La guerra

   El grito de alarma del centinela llegó rápido hasta la guardia del cacique, cuya residencia se alzaba arriba del pucará del cerro Alto del Rey. A lo lejos, a varios kilómetros al norte, hacia las tierras de los cafayates, los ojos vigilantes del custodio de la tribu podían ver el avance lento de cien, tal vez doscientos nativos que caminaban con marcha de guerra entre las arenas húmedas del río Yocavil. Eran los guerreros del pueblo vecino de Tolombón, quizás el más importante y poderoso del valle Calchaquí, que había decidido atacar otra vez a la comunidad de Quilmes, porque se sentía todavía invadido por ella, usurpado en su territorio y propietario de sus cosechas. Habían pasado ya unos dos siglos desde su llegada, alrededor del siglo IX, nuevas generaciones habían heredado esa rivalidad con los pueblos cercanos, y no era posible sin embargo una integración definitiva con ellos. 
  La mirada aguda y atenta del guardián desde la elevación de la fortaleza defensiva no descuidaba ningún movimiento de la tropa invasora. Cerca de la media altura del cerro del Alto irrumpen a ambos costados dos torres naturales, una hacia el sur de unos 150 metros y otra hacia el norte de alrededor de 100 metros, dos lomos salientes como cuñas de roca enclavadas en el pecho de la montaña. Allí montaron naturalmente el corazón de la fortaleza, en cuyo interior los quilmes construyeron diferentes ambientes y cuya vista panorámica era inmejorable y les permitía dominar los horizontes lejanos de todo el valle del Yocavil. Pero el pucará era mucho más que esos contrafuertes que se cierran sobre el esternón del cerro: un cinturón de terrazas en diferentes niveles, que en tiempos de paz eran los conocidos andenes de cultivo, servía en las alturas para albergar y proteger a la comunidad del peligro de las hordas enemigas.   
   El cacique mandó de inmediato que la gente común de su pueblo subiera a los balcones de la montaña. Era una evacuación hacia arriba, mientras los guerreros se aprestaban para el enfrentamiento. Algunos batallones se ubicaban entre las rocas y los muros de piedras del mismo pucará, desde donde descargarían una lluvia de flechas y lanzas con puntas de afiladísimas piedras obsidianas envenenadas con hierbas seleccionadas del valle. Otros escuadrones se mezclarían cuerpo a cuerpo con el enemigo entre el espinal del bosque que crece cerca del río. Doscientos años había sido tiempo suficiente para que los quilmes se ganasen los laureles por la ferocidad para defender su tierra. No fueron expansionistas, es cierto. Pero aprendieron a proteger la tierra y su gente con las mismas garras de los pumas que siempre merodeaban sus rebaños.

La rutina de la paz

  Las mujeres, los niños y los ancianos escuchaban, desde el refugio del pucará, el griterío de sus hombres anunciando la muerte entre el matorral que precede al bosque de mistoles. Arriba crecía el pánico que había caído entre ellos como el fucilazo de un rayo. Ellas aprovechaban el sol de la mañana invernal para desflecar la lana que le sacaban a las llamas y vicuñas del corral, otras desgranaban los maíces que almacenarían en los silos de piedras de sus viviendas, mientras algunas improvisaban secaderos de ajíes y azafranes para sacrificarlos después en el mortero que los haría polvo de fuertes colores para dar sabor y olor a sus comidas. La planicie del pedemonte era su recinto de trabajo cotidiano. A su lado, otro bullicio de paz y alegría precedía la tempestad de la guerra: las gargantas de los niños retumbaban en el valle y aturdían el silencio del cardonal. Pero el castigo de la convivencia violenta con las comunidades vecinas había llegado otra vez para sembrar de saqueo y muerte la tierra que en los días de paz era sembrada de trabajo. Mujeres y niños debían huir entonces hacia las alturas del pucará, como una liebre asustada de las fauces hambrientas del cazador. 
  Sus guerreros, sin embargo, hacían tronar el fragor del combate. Entre la maleza reseca, los cuerpos se estrellaban en una lucha mortal. Hacha en mano y un grito de terror a flor de labios, cada golpe de unos contra otros era un anuncio cada vez más cercano de la muerte inevitable. Esta vez eran los tolombones, pero habrá de nuevo -como los hubo- incursiones de los pichao, colalao, animanás y anquigastas, entre otros, que intentarán expulsar una vez más a los quilmes de su cerro sagrado. A veces, no había tiempo ni lugar para las destrezas bélicas: una jabalina, un simple palo o la fuerza irresistible de los brazos, que sólo puede transmitir la furia de la lucha, bastaba para terminar con la amenaza del enemigo. 
  Si bien la pelea era a muerte, porque se trataba de defender el territorio, además de las cosechas y los rebaños y, por supuesto, la montaña donde se habían levantado los altares mayores de su religiosidad, las guerras eran siempre producto de la rivalidad entre pueblos vecinos. Esa dimensión simple y casi doméstica acotaba claramente y delimitaba siempre los alcances del combate. Por eso, estas refriegas no tenían casi nunca la intención de hacer prisioneros a los coyunturales enemigos, salvo, claro está, que hubiese causas especiales para acometerlo. Una de ellas, tal vez la más importante o la más común, era la decisión de los quilmes de tomar como prisioneros de guerra a los altos oficiales que dirigían el ataque, a veces incluso era buscado el mismo cacique o su hijo, si estaban mezclados en la aventura invasora, si es que el ejército enemigo secuestraba a las mejores mujeres -incluso a los niños- para llevarlos cautivos y exigir con su vida la respuesta a sus reclamos. Desde luego, el destino de las mujeres arrebatadas era casi siempre ser consumidas por la voracidad sexual de los curacas carceleros, lo cual obviamente enardecía más los ánimos de los quilmes. El tiempo y la historia, sin embargo, se ocuparán de hermanarlos definitivamente cuando llegue primero el imperio de los incas para someter a esta gran nación nativa de los valles del noroeste argentino, y luego el gran imperio conquistador desde los mares desconocidos desatando a su paso la muerte, el saqueo, la destrucción y el exterminio casi final de su raza. 

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 Bibliografía 

• Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
• Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
• Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
• Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
• Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
• Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
• Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
• Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
• Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
• Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
• Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
• Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 

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(c) Hugo Morales Solá

viernes, 28 de octubre de 2011

Los Quilmes - Parte III

La espiritualidad 

 Apenas despuntó entre las cumbres calchaquíes del oeste del valle, el sol se sorprendió con el rito que oficiaba el sacerdote mayor de los quilmes. Un pozo más o menos pequeño había herido la tierra sagrada a un costado de las grandes rocas que se levantan como altares naturales, justo en la mitad del pecho del cerro del Alto, el lugar más venerado de sus ceremonias religiosas. El hechicero se arrodilló lentamente sobre el agujero de la tierra y abrió un saco de piel de guanaco. Detrás de él, los hombres y mujeres que lo acompañaban por varias decenas obedecieron igualmente el gesto de reverencia del mediador con los dioses, mientras cantaban a media voz una copla ritual al ritmo monocorde de una caja circular de cuero. El viento de los primeros días de agosto empezaba a entibiarse con el aliento cálido de El Zonda cordillerano y alegraba hasta el lamento hueco de las quenas que se elevaba al sol como una plegaria. Sacó primero unas vasijas repletas de granos de maíz y los esparció adentro del pozo. Después, espolvoreó con ají molido e inmediatamente vació otro recipiente de barro en el que había traído chicha que ofrecía del mismo modo a la diosa madre. Traía también pétalos de pequeñas flores del valle para entregarlos a la ceremonia religiosa. Todos los movimientos del sacerdote eran pausados y perfectamente diagramados por una liturgia ancestral, que la historia traería hasta nosotros por encima de los siglos y de la extinción cultural. A veces, se paraba y bailaba alrededor del agujero en súplicas casi incomprensibles y luego volvía a caer de rodillas y continuaba depositando las ofrendas en la tierra. Roció después el interior del pozo con hojas de coca picada, estiércol molido y perfumes que olían al venerable incienso de su credo nativo. Por fin, dio las últimas pitadas a una suerte de pipa natural, hecha con la madera de la raíz de un taco y la tiró también a las fauces de la tierra, luego de lo cual se puso nuevamente de pie, dio media vuelta y miró a su feligresía: lanzó sobre ella un poco del humo que guardaba todavía en el cuenco de su boca, volvió otra vez sobre el ofertorio que yacía a sus pies y exhaló el último resto de humo que quedaba adentro de sus labios. Entonces sí, dejó la última ofrenda: su mano buscó debajo de la piel de llama que lo abrigaba y envolvía de cuerpo entero, una ramita de ruda macho y la colocó encima de todo lo que había dejado durante todo el rito. Uno por uno, los fieles que lo seguían fueron depositando igualmente las mismas hojas y ramas que transmitían salud y buena cosecha de la siembra que se avecinaba. Taparon el pozo con la tierra que lo habían abierto y levantaron sobre él un pequeño altar de piedras de medio metro de alto. Él sería la “apacheta”, el monumento improvisado que el culto indígena elevaba a la Pachamama, la madre tierra, la madre de todas sus deidades, en ruego de mejor ventura para los tiempos que vendrían. El sol, mientras tanto, colgaba altivo del cielo del Yocavil y presidía las honras de la espiritualidad de los quilmes. La apacheta quedó al lado de las rocas sagradas -esos dioses petrificados, como le llama Alfredo Turbay en el libro “Quilmes, poblado ritual incaico”, que protegían la vida de los quilmes- y el muro del culto a la lluvia, que corre por unos treinta metros de largo acordonando el cerro al costado izquierdo -al sur- de las rocas centrales. Ese anillo de pirca de piedras de unos dos metros de alto servía para invocar a la lluvia, tan escasa en el valle sediento. Justo a la mitad de su altura cruza una serpiente blanca que zigzaguea en todo el largo de la muralla, hecha con piedras de cuarzo en medio de las piedras grises del fondo. Toda la zona, todo el cerro fue, en realidad, un recinto sagrado, un lugar de alta religiosidad destinado al culto a las diferentes divinidades que adoraron los quilmes. Desde luego que su espíritu era simple, lejos de toda intención de comunicarse con dioses abstractos o seres espirituales sobrenaturales de cuya existencia no podían tener, por eso, ninguna señal sensible a sus sentidos. Adoraron, entonces, a la tierra, que era -es- la Madre Pachamama, cuya generosidad les permitía vivir sin hambre ni sed, abrigarse y tener un lugar estable para vivir y convivir. También rindieron culto al sol, el Padre Inti, de cuya tibieza y energía tenían clara conciencia que dependía su existencia y fue tal vez, después de la madre tierra, la segunda divinidad más importante del panteón de sus dioses. Pero también veneraron a la lluvia, al rayo, al trueno y, en general, a todo aquello -animales o cosas- que satisficiera sus necesidades más elementales para existir, sin cuyo auxilio sólo seguía la muerte. La jornada de agosto estaba dedicada a los dioses, era una ofrenda para comunicarse con ellos y rogar para que derramaran sobre su comunidad abundante misericordia para sus adversidades. La mañana avanzó en rogativas conducidas por el sacerdote. Se caló de nuevo la túnica de lana tejida de fuertes colores que adornaba, además, con placas metálicas y se acomodó sobre su largo cabello renegrido el gorro igualmente tejido en el que los artesanos habían dibujado las imágenes sagradas de un suri, una serpiente y un sapo. Luego giró hacia la izquierda, donde a unos pocos metros estaban las rocas que había santificado la fe colectiva de los quilmes. Casi en el medio de ellas, había -hay- una gran piedra plana con cinco hoyitos encerrada por una pirca circular, como si fuera una gran peña de morteros públicos para que las mujeres moliesen los granos. Pero no: allí, el hechicero llenó de agua los orificios y cantó otra copla religiosa acompañado por la procesión de devotos. Impetraban a la lluvia en una ceremonia cuya magia estremecía a los penitentes. La creencia mandaba que el agua depositada se evaporase y que después, cuanto antes mejor, los pozos de la piedra fueran llenados con agua del aguacero que esperaban del cielo. Saltaban, bailaban y cantaban preces a los poderes celestiales para que el agua mojara sus campos agrietados por la sequía glacial del invierno de esos siglos prehispánicos y pudiera así germinar la siembra próxima de sus semillas. La serpiente viborea en el anillo sagrado de pirca que ciñe al cerro de Alto del Rey. Con una cabeza casi romboidal, el cuerpo del reptil se quiebra una y otra vez en un meandro de ángulos obtusos, como si fuera un ruego perenne a las nubes para que traigan la tormenta. Ella, en efecto, está simbolizada en las culturas indígenas con la antigua imagen del rayo que precede inexorablemente al vendaval deseado, remolcador de la lluvia tan ausente. Por encima de la culebra, arriba de los ángulos cerrados de la víbora, cuelgan dos piedras, una sobre otra, que refuerzan el culto como si dos gotas de lluvias estuviesen cayendo sin que nunca terminasen de caer. Por debajo de ella, mientras tanto, otra línea de piedras igualmente blancas ubicadas horizontalmente representa -según enseña Turbay- a las semillas de una siembra eterna que sólo germinará el agua clamada al cielo. 

El panteón de sus divinidades 

 Por eso, los animales, como la serpiente, servían para elevar sus ruegos al cielo. El suri o avestruz fue igualmente un ave sagrada por sus poderes extraordinarios para atraer a las tormentas, en cuya danza alocada los quilmes veían un rito animal para arrastrar al valle a las lluvias espasmódicas del verano. El suri, en efecto, presiente la humedad que llegará con las nubes de la tempestad y comienza a sacudir sus enormes alas, mientras hace girar su cuerpo a los saltos en un pequeño espacio, a la vez que su cabeza y su largo cuello hacen extraños movimientos. El sapo es otro animal que forma parte de la conocida iconografía de los mitos indígenas destinados a impetrar por el agua que pocas veces llega del cielo calchaquí. Él también ostentaba poderes mágicos para magnetizar al aguacero, porque su canto monótono se adelantaba siempre a la descarga bienhechora de los cielos. Todos ellos se inmortalizaron en el edén de la religión de los quilmes y naturalmente integran también el devocionario nativo de todo el continente. Hubo otras deidades que ocuparon el espíritu religioso de los Quilmes durante los siglos que vivieron antes de la llegada de la conquista española. Pero ella trajo consigo la misión evangelizadora de la Iglesia Católica y a partir de entonces su sistema de creencias sintió el impacto del Dios de los cristianos. Sólo el tiempo permitió ver la curiosa conciliación entre la adoración a sus viejos dioses y el culto a esta divinidad nueva encarnada en la piel de un hombre. La mística de aquella jornada religiosa de agosto debía terminar en la noche. Todo el día, hasta ver de nuevo el sol amaneciendo, debían pedir a los dioses que los custodien en el verano que se acercaba. Apenas se vistió de luz, la luna crepitó en la hoguera ceremonial que presidía el ritual nocturno. El sacerdote ya estaba ataviado con otra manta, tejida igualmente con lana de guanaco, teñida de colores estridentes con la resina del algarrobo, y en su cabeza brillaban nuevos medallones de metal que había incrustado en el gorro de albardilla. Sus pies estaban cubiertos por unos botines rudimentarios de piel cruda de vicuña, ajustadas a las piernas con trenzas de hebras del mismo cuero, mientras que el resto de la gente compartía la ceremonia envuelta del mismo modo en pieles diversas de los animales que cazaban o criaban en los corrales. La chicha abrigaba adentro de sus cuerpos. El clima, por supuesto, fue siempre el elemento que ayudó fuertemente a configurar el alma de los pueblos. La suya también, naturalmente. Pero la biosfera global, la climatología planetaria soportaba cambios rotundos en aquellas centurias que iban de temperaturas absolutamente benignas y apacibles, fértiles para acometer el desarrollo de las sociedades en todo el mundo conocido, hasta el descenso a climas cuya rigurosidad se parecía a verdaderas eras glaciales que podían durar hasta más de cien años y llevarse consigo a generaciones enteras de comunidades en todo el planeta. Pero estos fenómenos, dice Turbay, respondían -responden todavía- a causas absolutamente naturales, a actores de la naturaleza, como el sol en este caso, cuyas variaciones en la intensidad de su actividad (períodos de Sol Activo y de Sol Quieto) generaban estas mutaciones climáticas, muchas veces fatales para la vida en la Tierra. Siglos más tarde, llegó la normalización en períodos actuales imperceptibles que pueden durar a lo sumo unos diez años, sobre los que la actividad y la inteligencia del hombre son enteramente impotentes, a diferencia de los cambios de climas que hoy puede ocasionar la irresponsable e irracional interferencia humana en la conservación del medio ambiente. 

El invierno glacial 

 Faltaban unos ochenta años para que llegara a estos valles la onda expansiva del imperio incaico y unos cincuenta años más para que el conquistador español irrumpiese a sangre y fuego en estas tierras ignotas. Apenas despuntó el siglo XV, el sol comenzó a adormecer su intensa actividad y trajo el invierno glacial que flamearía todo el año en los vientos cordilleranos. Los aborígenes temían que la historia se repitiese: los campos se esterilizarían de frío, las cumbres blanquearían su piel con gruesas costras de hielo que secarían los ríos perennes de estas montañas, los animales caerían somnolientos hacia la muerte irremediable y las comunidades se amurallarían en contra de su extinción total con la desaparición de los ancianos y los niños, los más débiles sempiternos de cualquier colectividad. Mientras la noche avanzaba, la luna del mismo modo se enfriaba. La gente se fue acercando más a la reunión, que había descendido ya al llano del pie de la montaña para acoger a toda la comunidad. El mismo cacique de los quilmes había bajado de los altos de su sede, acompañado de sus cortesanos, mientras fogatas menores se esparcían entre la aldea de piedra para dar calor al gentío. Todos querían aprovechar las bondades de esa noche especial: había, en primer lugar, el calor del fuego, cuyo uso también había empezado a racionarse para no malgastar las reservas de leña. Los gobernantes sabían que la abundancia de madera de otros tiempos comenzaría a secarse con el castigo del padre sol que azotaría de frío y sequía al valle del Yocavil. Su río, nunca exuberante de agua, sería literalmente devorado por el arenal de Balasto, y los riachos que bajaban de los cerros vecinos de la sierra de El Cajón quedarían fatigados y exangües, polvorientos de adversidad. Había, además, buena comida, otro lujo cuyo esplendor al año siguiente -o al otro- sería tal vez un recuerdo vago e irresistible al estómago de hombres, mujeres y niños. Los alimentos serían entonces administrados severamente a las familias para las comidas cotidianas. Ellos, que habían tenido durantes cientos de años la bendición de la madre tierra y de su padre, el sol bienhechor, dador de toda vida en el universo indígena, que habían disfrutado -y disputado, a veces belicosamente, con los pueblos vecinos- de todos los bienes que la naturaleza copiosa les había entregado por generaciones enteras, ahora estaban en los umbrales del hambre, la sed, las enfermedades conocidas y desconocidas y los peligros más diversos que los acorralarían hasta la desesperación. Un presentimiento escalofriante estremecía al cacique: nadie podía saber cuánto tiempo duraría este infierno helado. Las danzas ya no eran festivas, eran una súplica obsesiva del inconsciente colectivo, una alabanza sin descanso a los dioses que gobernaban su vida y la naturaleza. ¿Acaso sería un castigo del dios padre por una convivencia poco solidaria con los pueblos hermanos del valle? Pero si ellos siempre se defendieron, jamás emprendieron un ataque en contra de ninguna tribu cercana, sobre quien hubiesen pretendido dominarla, despojar sus cosechas o sus rebaños o usurpar su territorio. La chicha abrigaba y consolaba, evadía con fogonazos de júbilo, y el sexo se sumaba ardiente a la ceremonia ritual. La montaña llamaba desde sus altas cumbres y el padre Inti demandaba tal vez el sacrificio de una princesa pequeña, adolescente y tierna como las doncellas que duermen el sueño glacial de las nieves eternas.

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Bibliografía 

• Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
• Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
• Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
• Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
• Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
• Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
• Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
• Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
• Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
• Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
• Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
• Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 


(c) Hugo Morales Solá

lunes, 17 de octubre de 2011

Los Quilmes - Parte II

La sociedad 

 La Pachamama, por supuesto, fue -es- la divinidad mayor entre sus creencias. Adoraban a la madre tierra porque de ella venían los frutos y ella también les prodigaba todos los recursos que sus necesidades individuales y colectivas demandaban. Pero además era este territorio una región agreste y seca, cuyas lluvias escaseaban siempre. En esa tierra, donde el agua era el oro incoloro, fue precisamente que ellos, con la misma obstinación que sus ancestros migrantes se rebelaron al dominio incaico, decidieron hacer de las faldas de esos cerros un horizonte fértil que saciara el hambre. Nada los desalentó. Ni los escasos trescientos milímetros por año que caían -y caen-, naturalmente en el verano, los apartó de aquel presagio de una convivencia segura. Presentían que allí podían construir una vida entibiada por el mismo sol de las rutinas de sus hombres y mujeres entretejiendo las tareas de cada día en años interminables de paz. Era este corredor ancho y profundo del río Yocavil que habían elegido para el resto de sus días y lo defenderían y lo trabajarían laboriosa y abundantemente. Lo cierto fue que allí, al norte del valle del río Santa María, sintieron la atracción envolvente de la montaña que los abrigaba como el regazo tibio de las caderas maternas donde crece el hijo que espera nacer. Con un recorrido de algo más de cien kilómetros desde la Punta de Balasto, en el extremo sur, el río Yocavil sube por el este catamarqueño para internarse brevemente en la punta oeste de Tucumán y seguir después hacia el sur de Salta. Allí se encuentra con el valle y el curso del río Calchaquí, que baja a su vez desde el Abra del Acay, casi en la puna salteña, muy cerca de San Antonio de los Cobres. Ambos valles, en realidad, forman un cajón, recostado de norte a sur, de unos 250 kilómetros de largo, con sus aguas, una que baja y la otra que sube, corriendo desbocadas al encuentro arenoso, a la milenaria amalgama de las piedras que entorpecen su camino. La poca capacidad del río Santa María de mojar la tierra seca, convertida casi en arena estéril, apenas pudo rociar siempre el brote tenaz de los chañares y mistoles, cuyo frondoso ramaje fue el infaltable combustible para cocinar en el fuego no sólo los alimentos básicos de los quilmes sino también la alfarería que creó inagotablemente la imaginación de sus manos. Esa artesanía con la arcilla, como con la metalurgia, dejó patentes muestras de su fusión con la cultura santamariana, de la que recibieron toda su influencia. Pero el algarrobo fue el árbol al que revistieron de santidad en reconocimiento de todos sus frutos y provechos que les entregaba generosamente. El taco, como también lo llamaron, fue, en efecto, leña y el fruto, su vaina, la semilla que fermentaba hasta la embriaguez en la sangre de los quilmeños. De su maceración silenciosa y paciente se elevaban los vapores abundantes de la chicha, la bebida alcohólica que era a la vez una debilidad y el licor que presidía todas las ceremonias religiosas. Bajo sus efectos etílicos, hasta los jesuitas se rindieron a evangelizarlos, cansados de impotencia y escandalizados ante lo que miraban como conductas pecaminosas y lujuriosas, lascivas y perturbadoras. La luz de la luna y el ritmo de los sicus y ocarinas de los hechiceros, pontífices entre el pueblo y los dioses, era el medio ambiente propicio para iniciar las danzas ceremoniales antes de las siembras, como ceremonia de preparación para las cosechas y sobre todo como una súplica de triunfo en la vigilia de alguna guerra. Después, naturalmente, se entregaban a los placeres de la carne ebria. 

¿De los valles del Alto Perú?

 Dicen los investigadores que el pueblo quilmeño descendía de las razas que habitaron los valles del Alto Perú. El brillo aceitunado de su piel, los ojos oscuros como la noche que los deglutía en el desenfreno de sus bailes, el cabello intensamente azabache, cuantioso y rudo, y el porte enhiesto y altivo, parecían confirmar, en efecto, esa teoría. Si fue así, no fueron entonces meros portadores de su aspecto corporal, sino que también recibieron el legado genético del ingenio de los aimara o aun de los incas. La construcción de la represa a media altura del cerro que abrazó literalmente su ciudad, es una muestra patente de la habilidad para sistematizar el agua escasa que manaba de una vertiente alejada, en un extraño brote líquido de la montaña seca y rocosa ubicado casi en la ladera trasera del cerro del Alto. Desde allí, salió una red de canales y acequias para rodearlo por la cara que da al sur. Piedra sobre piedra, amuraron el agua sobre la pared del monte y una compleja trama de conductos permitía almacenar cerca de siete mil metros cúbicos de ese recurso tan escaso y distribuirla después entre las terrazas de cultivo apuntaladas igualmente con pircas de piedras. Esto explica de alguna manera las motivaciones que determinaron el emplazamiento de la zona de cultivos a esa altura de la ladera montañosa. Allí cosecharon los alimentos básicos de la comunidad: zapallo, ají, papa, maíz, quinoa y poroto. Estas colectas de la tierra domesticada a la aridez de la zona, algo así como unas mil hectáreas distribuidas en las faldas del cerro, servían para atender el sustento diario en los tiempos de paz y echar mano de los acopios que hacían en depósitos de enormes tinajas o en silos de piedra en los días en que la paz con los pueblos vecinos se extraviaba en el arenal de la discordia fratricida, o en los meses que iban de la nueva siembra a la siega. 
 En cambio, cuando la paz soleaba sus días, salían a la luz las mejores rutinas creadoras de los hombres y mujeres de Quilmes. En los patios -y en las enramadas del sector urbano que habían fijado entre los bosques de algarrobos y mistoles y los balcones de cultivo- pasaban las mujeres la mayor parte del día ocupándose de moler los granos y semillas en morteros de piedra y cocinando los alimentos diarios, mientras el bullicio de los niños se multiplicaba en el eco del cerro que presidía la convivencia como un padre tierno y centinela. No cabe duda que el arte de tejer cestos y de hilar, teñir y tejer la lana de llama era un patrimonio femenino. Un poco más rara, era igualmente de ellas la tarea de ovillar el pelo de vicuñas o de alpacas, cuyos ganados eran buscados en las altas cumbres por los hombres más diestros en esta caza mayor, ya que su carne era igualmente preciada para alimentarse. Con los años, sin embargo, aprendieron que de aquellas manadas huidizas de llamas y guanacos podían reunir pequeños rebaños para bajarlos hasta el asentamiento de su gente y encerrarlos en corrales de piedra para que se reprodujesen. La sistematización de los productos de estos animales les permitió entonces mejorar su rendimiento y obtener otros beneficios nuevos, como la leche, que antes no era aprovechada, además de la carne y sus lanas.

Todo era de todos

Todo -o casi todo- era, en esta cultura, de propiedad de la comunidad. No había naturalmente un mandato ideológico que hubiera impuesto el patrimonio colectivo. Todo era de todos: las cosechas, escasas o abundantes, la carne de sus ganados, la recolección exuberante de los frutos de los bosques naturales de algarrobos y chañares o los metales y las piedras y demás recursos que brillaban a cielo abierto. Había, desde luego, un curaca o cacique que tenía la misión natural, divina, de liderar la comunidad en los asuntos de la economía y la administración de los recursos de la comunidad, así como en la decisión de defender el territorio y la vida de sus gobernados y declarar la guerra a los pueblos vecinos. Había también un grupo que entornaba y asesoraba siempre al jefe aborigen: los sacerdotes hechiceros y esa suerte de consejo de ancianos, por ejemplo. Pero el resto de la sociedad formaba un solo cuerpo que compartía sin ninguna diferencia las mismas gracias y desgracias de todo el pueblo. En fin, el calor de la igualdad se coronaba en las noches ceremoniales, cuando los poderes de la chicha los hermanaba horizontalmente en el reposo de la sangre alcoholizada. 
 Por eso, la vivienda fue tal vez uno de los pocos recintos -siempre rectangulares- sobre lo que había efectivamente un sentimiento de pertenencia, si bien a veces era igualmente compartida entre dos más familias. Hay incluso, entre las ruinas más bajas de la ciudad, amplios ambientes cuadrangulares, de unos treinta metros de largo por alrededor de quince metros de ancho, cuyas paredes de piedra parecen haber albergado a varias familias. Desde la altura mayor del cerro, el cacique dominaba la vida cotidiana de su pueblo y decidía el destino de matar y morir de sus guerreros. Allí, en efecto, casi en la cima de la montaña, estaba enclavada la vivienda del gran jefe quilmeño. Hasta ahí -tal vez unos cuatrocientos metros de altura, desde el pedemonte- debía escalar el cortejo que lo trasladaba desde su residencia hasta el llano del pueblo. Por eso, la corte de gobierno que acompañaba todos los días al curaca gobernante vivía cerca de él, aunque un poco más abajo, pero por encima, de todos modos, del ecuador del cerro. A esa altura, quedan todavía los restos de unas cincuenta viviendas donde se distribuían el concejo de ancianos, los hechiceros, sacerdotes y otras autoridades que ungía el cacique, cuyo linaje, por supuesto, le llegaba por la sangre que heredaba de sus ancestros elegidos igualmente por la voluntad de sus dioses. Esta clara jerarquización del cerro le valió justamente su nombre de “Alto del Rey”, como una obvia explicación arqueológica de la ubicación que tuvo en el monte de esa comunidad el jefe que conducía su existencia. El resto de la sociedad de los quilmes, cuya población ascendía hasta los cinco mil habitantes en los siglos anteriores a la irrupción de la conquista inca, primero, y española, después, vivió dispersa en el territorio que habitaron alrededor de su montaña sagrada. Es cierto que el núcleo urbano de este asentamiento aborigen se edificó a los pies del cerro del Alto, que fue el que mejor resistió al peso del tiempo y a la depredación de los saqueadores de todos los siglos -y es lo que todavía se puede ver como el mayor yacimiento arqueológico argentino-, pero alrededor de él se irradiaron numerosas viviendas y campos de trabajo agrícola, silos de almacenamiento y corrales de piedra para los rebaños que se levantaron a lo ancho del espacio que defendieron a sangre y punta de lanzas. El día se hunde en el último estertor del sol y la noche enfría hasta los huesos. Dos -tres, tal vez- familias de los quilmes se arropan con las pieles de llamas y las mantas tejidas con su lana. Se juntan, se apretujan unos con otros en los ambientes más amplios del sector más bajo del cerro, donde vive la mayor parte de la comunidad. El vano de entrada de la casa, angosto y bajo, deja entrar una corriente fría del viento de junio que desciende desde las estrellas heladas y se arremolina en el espacio interior, abierto totalmente hacia el cielo. Los muros de piedras se humedecen con el rocío punzante y la pequeña hoguera del interior comienza a crecer alimentada de ramales secos de chañares. ¿Cómo? ¿no había techos en las viviendas? Ni en esto siquiera parece haber alguna certeza. En general, los autores no coinciden. Unos dicen que sí -como la profesora Teresa Piossek Prebisch-, que las viviendas tenían techos hechos con una suerte de loza de barro y paja asentada sobre un encatrado de cañas y madera de cardones. Pero hay también quienes sostienen, como Alfredo Turbay, que en la cultura indígena, aún en las más avanzadas, como los incas, no se conoció el uso del techo porque carecían de un desarrollo científico capaz de permitirle los cálculos complejos para acometer esa obra. Lo cierto fue que las viviendas estaban semienterradas en la montaña para aprovechar precisamente el abrigo de ella. Es posible que hayan conocido aunque fuera la noción más elemental del techo, pero parece indudable que el ardor del fuego era superior al calor de una precaria techumbre y era por eso, quizás, que había algunos recintos destinados a albergar hogueras de invierno que exigían sus paredes a cielo abierto. 

La vida en la aldea 

 El cerro Alto del Rey fue naturalmente el centro de su existencia, pero los terrenos que lo rodeaban, unos 30 kilómetros desde Fuerte Quemado, donde los quilmes se mezclaban con los acalianos, hasta la zona de Colalao del Valle fueron intensamente trabajados y ganados a la seca languidez de esa tierra. ¿Cómo fue posible domesticar casi 1300 hectáreas donde sólo crecían -y crecen- entre el suelo yermo algunas matas espinosas y los cardones, como testigos abundantes del desierto implacable? Los quilmes organizaron su vida, en efecto, alrededor de su montaña sagrada y desde allí bajaban, en primer lugar, las grandes terrazas de cultivo, apuntaladas en diferentes niveles con murallones de piedra pircada de unos dos metros de altura, cuyo riego llegaba, como se sabe, desde la represa construida cerca de una vertiente hacia el sur de la ciudad. Pero estos andenes formaban parte, a la vez, de la fortaleza militar, los pucarás, desde donde defendían a la comunidad en tiempos de guerra y especialmente de invasión de alguna agresión de otro pueblo indígena que embestía en contra de ellos. 
En el resto de su territorio, aprovechaban la tierra con la escasa humedad de los arroyos y riachuelos que bajaban de los cerros vecinos y naturalmente buscaron cultivos duros y aptos a la aridez del clima. Tal vez el maíz y el zapallo eran los productos de bajo mantenimiento que se ajustaron mejor al rigor del suelo. Después venía el secado de casi todos los productos que cosechaban e incluso de las carnes de sus animales, para cruzar justamente esos meses del invierno que mata casi toda la vida en derredor. Pero antes de que desapareciera el verano, después de la mayoría de las cosechas, había que agradecer a la Pachamama por los frutos que entregara de sus entrañas y a Inti, por la vida que prodigó en el útero de la madre tierra. A ella volverán con sus rituales en la agonía del próximo invierno, antes de que el padre sol despierte en la primavera el sueño de los cardones.

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Bibliografía 

• Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
• Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
• Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
• Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
• Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
• Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
• Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
• Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
• Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
• Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
• Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
• Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 


(c) Hugo Morales Solá

jueves, 6 de octubre de 2011

Los Quilmes - Parte I

  Orígenes 

 Vinieron desde la puna chilena unos siete siglos antes de que el conquistador español descubriese su indomable coraje. Tal vez cruzaron la cordillera de los Andes a esa altura para pisar el altiplano argentino y bajar desde ahí a los valles del noroeste del país buscando a la madre tierra que los albergase definitivamente.
 La feroz rebeldía de los Quilmes les había impulsado a huir hacía el sur del Cusco antes que caer bajo el cruel yugo del imperio de los Incas. No se doblegarían a ser los esclavos del Tawantinsuyo, sumergidos en el polvo y las oscuridades de las minas de oro y otros minerales que explotaban los dominadores. Se resistieron incluso a hablar el quechua, el idioma oficial de ese imperio, y adoptaron entonces el kakán, que era la lengua de muchos de los pueblos que encontraron -y con los que convivieron- en la ruta de sus migraciones.
 Es verdad que la salida de los Quilmes de aquel territorio agreste del norte chileno es una hipótesis, porque no existen en realidad fechas ciertas sobre los orígenes del incanato sino sólo leyendas que remontan su nacimiento entre los siglos IX y XI de nuestra era. Lo cierto es que buscaron también mejores condiciones climáticas y tierras más fértiles, un ecosistema, en fin, donde poder asentarse definitivamente y desarrollar su intensa vida espiritual. Es que la vida inhóspita del desierto de Chile los impulsó a seguir buscando ese lugar en el mundo que les perteneciese, cuyo sueño lo transmitían por generaciones. Del otro lado de las altas cumbres, encontraron igualmente a la tierra desolada, seca y rasgada de sed, y debieron seguir bajando con la esperanza sin retorno de hundir un día sus raíces en el suelo de las promisiones. El salitre irremediable de un lado y los salares insoportables del otro lado de las montañas andinas apuraron sus pies hacia el sur. Esa ruta sería después el camino del Inca y del conquistador español, ambos con igual adicción imperial.
 Alrededor del siglo IX el pueblo quilmeño descubrió esa sucesión de valles escondidos, cuyo paisaje irradiaba el más preciado de los tesoros que habían buscado en las leyendas transmitidas de una generación a otra de esta etnia. No era el oro -ni nada más valioso aún- que creyeron encontrar en esas quebradas bañadas de silencio: era la paz sagrada y la quietud que exigía su historia y su gente. Era tiempo del descanso de los guerreros y una ocasión para fundirse con sus mujeres en la multiplicación de su pueblo.
 Pero el sueño de la paz -y de la tierra que se entregaba como una mujer fecunda- pareció evaporarse muy pronto con el fragor de las luchas que le fueron oponiendo los diferentes pueblos nativos de estos valles y montañas que se habían recostado paralelos al macizo cordillerano, entre lo que mucho, mucho, después serían las provincias de Catamarca, Tucumán y Salta. Las comunidades naturales de esta zona, agrupadas en los valles de Yocavil, Tafí, El Cajón y Hualfín, vieron a estos extranjeros como usurpadores de la madre tierra y resistieron con todas sus armas, en guerras sangrientas, la intención de los quilmes de echar raíces a los pies de las colinas calchaquíes. Ni unos ni otros conocían todavía el yugo colonizador del imperialismo incaico y, mucho menos, la voracidad de la conquista española. Debían pasar seiscientos años más para servir al gran poder del Tawantinsuyu y un poco más para sentir el peso de la ocupación conquistadora.
 No fue pacífico, en fin, el asentamiento definitivo de esta nación errante bajo la sombra del cerro Alto del Rey, al norte del valle de Yocavil, un nombre originario que debió ceder con las centurias a la denominación de Santa María. Los siglos, sin embargo, fueron apagando la desconfianza y las guerras que casi todos los pueblos valliserranos sostuvieron con los quilmes hasta hermanarlos en la misma sangre de la gran nación aborigen, cuya única causa -la más urgente también- sería la defensa de sus vidas y sus tierras frente al avance depredador del invasor europeo. Lo cierto fue que su irrupción en el valle del Yocavil -siguiendo esta hipótesis sobre sus orígenes- coincidió con el florecimiento cultural de los pueblos de estos valles del noroeste argentino, cuya marca más importante dejaron justamente los pueblos que abrevaron del río Yocavil, más tarde llamado Santa María. De ahí que el fenómeno cultural de la zona se lo conozca en términos arqueológicos como “cultura santamariana” y al período desde su aparición hasta la finalización con la invasión inca a la región (850 d.C. a 1480) como “período Tardío”. Esta identificación de los ciclos históricos tiene naturalmente como parámetros a los períodos culturales andinos del sur, sobre todo los del altiplano boliviano. Por eso, este ciclo cultural de las culturas regionales de los valles del noroeste argentino está precedido de los períodos “Medio o de las influencias tiahuanacotas” (650 d.C. a 850) y “Temprano o Formativo Surandino” (500 a.C. a 650 d.C.), así como el ciclo que le siguió fue el del período “Imperial o Incaico”.
 El brazo de la historia que parece haberse abierto con más fuerza de la versión conocida de los quilmes es el de Samuel Lafone Quevedo, quien ya en el siglo XIX aseguró que el asentamiento natural de este pueblo fue el valle de Londres, cuyo nombre originario es precisamente Kimivil (escrito con K, como igualmente escribía Kilmes, porque sostenía que la letra Q no pertenecía al idioma nativo), tomado naturalmente de la etnia que pobló primero ese valle y llamando igualmente hasta hoy al río que lo atraviesa.
 Lafone Quevedo descarta incluso que los Quilmes hayan venido desde Chile, como lo señala el historiador y sacerdote jesuita Pedro Lozano, quien en uno de los tomos de su vasta obra historiográfica dice textualmente que “los Quilmes habían venido de hacia la parte de Chile a esta parte de Calchaquí, por no sujetarse a los Peruanos”. “Pero esta razón es simplemente absurda”, desmiente rotundamente Lafone, cuyo convencimiento le sirvió para desafiar así a la interpretación casi unívoca de la historia de los pueblos originarios de Argentina.
 Pero, entonces, ¿de dónde vinieron los Quilmes?¿Por dónde vinieron, si es que vinieron de algún lugar?¿O es que fueron originarios del valle del río Quimivil? Nada, en fin, parece definitivamente cierto en la historia de esta nación aborigen. El mismo Lafone Quevedo señala que “la retirada de los Kilmes y otras naciones del valle de Londres (refiriéndose ya al actual San Fernando del Valle de Catamarca) fue ocasionada por los acontecimientos de los años entre el desastre de Castañeda (1562-63) y la refundación de la ciudad de Londres en 1607”. En ese período, precisamente, fue que Francisco de Aguirre asumió por segunda vez la gobernación del Tucumán y entró “a sangre y fuego” contra los diaguitas y calchaquíes. Según Pedro Lozano, citado por Lafone, que “los que no se sujetaron a Aguirre se retiraban a donde los ecos de nuestra fortuna no les pudiesen asustar”. Siguiendo ese razonamiento, Quevedo se convence que “de Londres, es decir de Kimivil, irían a dar a Yocavil”.
 Teresa Piossek Prebisch recorrió una y otra vez las ruinas que dejó la nación quilmeña a los pies del cerro Alto del Rey y a sus ojos, en cambio, “resulta evidente que los quilmes vivieron allí desde mucho tiempo atrás, desde el 800 de nuestra era según nuestros estudios arqueológicos”. La historiadora tucumana está convencida de que “sólo con una larga permanencia es posible alcanzar el conocimiento profundo de la geografía y de los ciclos climáticos de la región que ellos llegaron a poseer” y que “sólo con una organización impuesta por un sólido principio de autoridad ejercido por un jefe o una clase gobernante puede realizarse y mantenerse la extraordinaria obra comunitaria que fue el complejo habitacional constituido por el centro urbano, pucará o fortaleza, andenes de cultivo, represa y acequias”.
 Lo único cierto es que la alborada de su tiempo en esta tierra tan buscada para acometer una nueva historia, parece “estar rodeada de un aura especial -como enseña Piossek Prebisch- conferida por el misterio de su origen, la asombrosa estructura de su asentamiento, la heroicidad con que reiteradas veces defendieron su tierra y lo trágico de su fin”. El nacimiento, en definitiva, de esa nueva vida “se hunde en la bruma de la historia” y todas las teorías que merodean sus principios “no pasan de ser una conjetura”.

*          *          *

Bibliografía 

• Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
• Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
• Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
• Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
• Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
• Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
• Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
• Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
• Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
• Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
• Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
• Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 


(c) Hugo Morales Solá

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Amaicha del Valle: historia de una auténtica comunidad indígena - Parte IV

Las guerras calchaquíes

A menos de veinte años de la primera entrada de los españoles al gran valle calchaquí, en 1562, los pueblos aborígenes de la zona se alzaron en contra de los intentos de dominación de los conquistadores. Juan Calchaquí, guerrero y jefe de los tolombones, sublevó a las numerosas tribus de estos valles en contra de la organización que había impuesto a sangre y fuego el poder colonial para someter a estos pueblos del mismo modo que lo había hecho con los de la llanura, esto es, bajo la imposición del sistema de encomiendas, a través del cual no sólo sojuzgaban a las colectividades indígenas sino que además se apropiaban de sus territorios. Eso fue justamente el nervio motor de la rebelión: sentir que perdían el sentido más profundo de la existencia, sentir que perdían a la Pacha, la madre tierra que los contenía y sostenía desde los tiempos sin memoria, frente a un futuro desolador, no sólo por la idea de vivir sin la tierra que les pertenecía, reunidos en pequeñas parcelas para atender cultivos de los señores de la Conquista y servirles en trabajos que se parecían a la esclavitud, sino también por la amenaza de verse confinados en las profundidades de las minas para extraer el oro, el cobre y la plata, tal como lo habían hecho antes los conquistadores incas. La primera revuelta fue liderada por Juan Calchaquí y fue un duro castigo al avance de la dominación española. Fueron literalmente borradas de la cartografía colonial las primeras ciudades de estas tierras altas del noroeste, como la primera fundación de Londres, en el valle catamarqueño del mismo; Cañete, en Tucumán, y Córdoba, en el valle del río Calchaquí. Luego de que los conquistadores retomaron el control de la situación, le siguió un período de aparente paz que se extendió hasta 1630. En ese año, se levantó en armas la parcialidad de los diaguitas que habitaban los valles de Catamarca, encabezada por la comunidad de los hualfines, cuyo jefe, Juan Chelemín, llevó adelante la responsabilidad de la sublevación de numerosas comunidades calchaquíes. La chispa de la sedición fue el hallazgo de una mina de oro en la zona por parte del encomendero Juan de Urbina, a quien de inmediato le dieron muerte los hualfines, para evitar el trabajo forzado en el nuevo yacimiento. La noticia disparó la reacción no menos violenta de los españoles, quienes descargaron una furiosa represión en una guerra que duró siete años y destruyó la segunda fundación de la ciudad de Londres, así como la de Nuestra Señora de Guadalupe, en Calchaquí. Chelemín fue ejecutado e inmediatamente se dispuso el desarraigo de la tribu hualfín hacia tierras lejanas. Unas tres décadas más pudieron sostener la libertad y la independencia la gran nación calchaquí. Hasta que en 1658 un embaucador andaluz, venido de España con el nombre de Pedro Chamizo y conocido en sus andanzas como timador entre indígenas y españoles de las tierras sudamericanas como Pedro Bohórquez, levantó otra vez en armas a los pueblos de los valles de los ríos Calchaquí y Yocavil. Pero después de su rendición ante la autoridad colonial, la rebelión continuó liderada por el mestizo José Henriquez hasta 1665, año en que comenzó el destierro definitivo de los quilmes hacia las costas de la provincia de Buenos Aires. 

Los amaichas, privilegiados

Sin embargo, sobre la comunidad de los Amaichas cayó un castigo menos pesado, porque su separación de las tierras naturales fue provisoria y en la llanura cercana a Calchaquí. Por una disputa sucesoria entre encomenderos, los amaichas pudieron continuar un tiempo más en el valle del Yocavil, ya que Francisco Abreu, quien demostró que era el verdadero heredero de la encomienda que administraba a esta colectividad en su propia tierra, intentaba persuadir a los jueces de que no habían participado en la rebelión para no perder a sus trabajadores con la desnaturalzación de los indígenas. Un acuerdo ecléctico, mientras el juicio seguía ventilándose en Buenos Aires, permitió a los amaichas que se radicasen en 1669 en los llanos de Lules sin perder su territorio de altura y sin que el encomendero Abreu perdiese jurisdicción sobre ellos, porque las tierras bajas también estaban incluían en su encomienda. Las demás colectividades sufrieron la misma suerte definitiva de los quilmes. 

 La cédula real 

Poco tiempo después, en 1716, una cédula real de la corona española reconoce la propiedad de las tierras de los amaichas y les devuelve en posesión definitiva a cambio del bautismo del cacique Diego Utibaitina. Eran alrededor de cien mil hectáreas, que incluía a la ciudad sagrada de los quilmes. El documento se testimonió en 1753 en presencia del hijo de Utibaitina, Francisco Chapurfe, y expresa textualmente, en uno de sus párrafos que “Bajo cuyos límites damos la posesión real, temporal y corporal al susodicho Cacique, para él, su Indiada, sus herederos y sucesores: Y ordenamos al Gran Sánchez que está siete leguas de Tucumán abajo, deje venir a los Indios que se le encomendaron por el referido tiempo de diez años para que instruidos volviesen todos a sus casas como dueños legítimos de aquellas tierras, para que las posean ellos y sus descendientes y que no serán quitadas por persona alguna en ningún tiempo".

 * * * 

 Fuentes:
* Teresa Piossek Prebisch: “Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas. 1543-1546”. 1995
* Teresa Piossek Prebisch: “Pedro Bohorquez, el Inca del Tucumán. 1656-1659”. Ediciones Magna Publicaciones. 1999.
* Octavio Paz: “Tiempo Nublado”.
* Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
* Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
* Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
* Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
* Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina

(c) Hugo Morales Solá

domingo, 18 de septiembre de 2011

Amaicha del Valle: historia de una auténtica comunidad indígena - Parte III

Las conquistas

Los pueblos vallistos se sometieron pacíficamente al dominio incaico y dejaron que esa cultura que resplandecía sobre ellos se incrustase imperceptiblemente en el espíritu de sus sociedades. Las obras imperiales, las nuevas costumbres para construir, para urbanizar, para refortificar las ciudades, la magnífica ingeniería que aplicaron en la red vial o la intensiva explotación de las minas, toda la legislación del imperio, que permitió levantar el andamiaje de un estado organizado a los largo y ancho de todos sus dominios, y sobre todo la poderosa herramienta cultural de dominación que fue la lengua oficial del Cuzco, transmitida a los sectores más elevados de las sociedades indígenas sometidas para que de ellos bajase el quechua a las grandes mayoría de la población, fueron inoculando la identidad de los pueblos hasta transfigurar definitivamente su espíritu. Fue, en verdad, una mutación invisible e intangible, deletérea y sutil, porque la invasión inca no intentó eliminar por la fuerza de las armas las culturas propias de cada territorio que llegó a controlar. Es más: respetó su pasado, sus costumbres, sus creencias, aceptó la organización social y política y las jerarquías del poder local. Incluso, fue permeable a la influencia de cada pueblo sobre sí mismo, esto es, rescató de cada uno -o de muchos, en todo caso- los códigos que regían la convivencia, la historia y sus culturas. Lo cierto es que la expansión del imperio hacia estas regiones del territorio argentino, uno de cuyos centros más importantes fueron los valles calchaquíes, no pudo durar más de medio siglo. La llegada de los españoles terminó con el señorío del Inka sobre los pueblos del Tawantinsuyu que llegó a irradiarse por casi todo el macizo cordillerano de Sudamérica, desde las alturas del Ecuador hasta los límites del río Maule, en el sur de Chile donde empezaba la Araucanía. Corto tiempo, ciertamente, para el esfuerzo titánico de la conquista del gobierno del Alto Perú. Pero suficiente para imprimir su marca imborrable sobre las culturas tan diversas donde rigió el poder de Tupac Yupanqui, hijo de Pachacútec, el Conquistador que acometió la gran expansión de los dominios del incario y le llamó Tawantinsuyu al imperio que gobernó, y nieto de Viracocha, el aborigen más venerado del incanato. Tiempo necesario, al fin, para que las culturas y los pueblos interactuasen entre sí, batiendo en ese vértigo sus modos de ser, sus maneras de sentir, sus formas de creer, sus estilos de vivir y de convivir. Sobresalió, por supuesto, la cultura dominante, porque naturalmente era superior, pero creció igualmente y se enriqueció con los signos que fue dejándole cada nación sojuzgada. Un juego de impresiones de uno sobre otro -de uno más que otros- que pintó una idiosincrasia nueva y diferente en la evolución inca y una personalidad definitiva, a la vez, en las comunidades que dominó. 

La llegada del conquistador español 

 Las demás culturas indígenas, creyeron en el primer contacto que tuvieron con la presencia española que se trataba de una representación sobrenatural con encarnación humana que tal vez llegaba para desatar el yugo de la dominación incaica, si bien el propio inca profesó, en ese momento inicial del encuentro de ambas civilizaciones, el mismo culto equivocado a esos señores a quienes podía verle el aura de la divinidad que ellos también adoraban. Pero no fue un encuentro sintetizador e integrador de culturas diferentes. Fue, en cambio, un choque violento de sociedades muy desiguales, de civilizaciones absolutamente incomparables, donde la más avanzada no se impuso por el camino de la razón a sus interlocutores más atrasados, según la cosmovisión del mundo que traían quienes habían cruzado el océano Atlántico, el temible mar del Norte. Se impuso por la vía rápida de la ocupación violenta de naciones enteras, con sus culturas y sus historias. Se impuso por el atajo de la voracidad sobre las riquezas de las comunidades originarias de este continente. Riquezas que para ellas tenían un profundo sentido espiritual, lejos en lo absoluto de lo económico. Definitivamente, había que defenderse de su presencia agresiva. Ahora sí, la historia cambiaría rotundamente. Si antes aquella civilización de su misma raza los había sometido y esclavizado, obligándolos a trabajar para sostener su interminable imperio, y había quebrado el futuro de su pasado, la convivencia a pesar de todo había sido posible. El tiempo pudo trenzar nuevos códigos comunes que fueron creciendo en el enramado de sus culturas que aprendieron a tocarse y alejarse, a mezclarse, a fundirse y volver a separarse, a respetarse y convivir en ese aprendizaje que sólo la misma sangre y los mismos orígenes, la misma tierra y el mismo cielo, dioses y credos que se parecían y sin embargo se diferenciaban, podían servir como un almácigo capaz de germinar una nueva era dentro de la misma historia. Ahora, en cambio, eran dos mundos, tan diverso uno del otro como la luz de la oscuridad, que se encontraban y chocaban, que en un principio se rechazaban y no se toleraban ni se respetaban, y que terminaron imponiéndose uno sobre el otro, un mundo sobre la vida del otro. Mundos, en fin, definitiva y enteramente extraños entre sí, cuyo encuentro trajo una cadena de conflictos que los siglos arrastraron hasta llegar casi a la extinción de las culturas y de los pueblos más débiles. El tiempo y la convivencia, a veces violenta, a veces pacífica, ayudaron a que los aborígenes desnudaran la humanidad de esos seres extraños que perturbó y trastornó definitivamente la vida de las civilizaciones nativas. Pudieron ver claramente que adentro de esas vestimentas metálicas y arriba de aquellos animales aterradores había nada más que hombres de carne y huesos, repletos de errores y aciertos, defectos, virtudes y limitaciones, como ellos mismos, gobernados, en muchos casos, por las ambiciones desmedidas, que cayeron sobre su gente como una nueva calamidad en la historia de las invasiones que debieron soportar.


La conquista inclusivista

 Hay autores que sostienen que la conquista española del continente americano fue inclusivista, esto es, incluyó a las razas originarias en la nueva era que abrieron sobre el mundo ignoto que habían descubierto. Desde luego que la dominación estuvo a cargo del conquistador, pero es cierto que hubo esfuerzos de convivencia e integración entre ambas civilizaciones, tan diferentes una de otra como el cielo de la tierra, que se vieron expresados claramente en políticas y legislaciones que los reyes que se sucedieron en el trono de España a partir del siglo XV sancionaron con el propósito de contener a esa humanidad nueva que habían encontrado en la “terra incógnita”. No obstante, es verdad que fue la misión evangelizadora de la Iglesia Católica la que sobre todo ayudó a poner límites a la conciencia conquistadora. Cada uno reaccionó según los instintos de la naturaleza humana que los envolvía por igual. Los pueblos originarios resistieron a quienes vieron como un invasor de sus tierras y agresor de su gente. Y lo hicieron en muchos casos con una ferocidad épica frente al español, como la de los Quilmes. Otros se rindieron ante la superioridad tecnológica de los españoles y eligieron defender la vida aún a costa de su libertad y la pérdida de sus tierras. En ese horno, sin embargo, se amasaron culturas diferentes y opuestas, creencias contradictorias y antagónicas que de todos modos pudieron fundir partes de sus almas en el fuego que fue moldeando la vida nueva que nacía en el choque cultural de la Conquista. Pero comparando con Octavio Paz la conquista americana que acometieron España e Inglaterra, no cabe duda, por supuesto, que la hispana tuvo, a pesar de todo, un sesgo humanizante y tolerante. No perdió de vista que delante de los ojos de los colonizadores había seres humanos. La conquista inglesa, en cambio, fue literalmente exclusivista. Su espíritu no admitió la convivencia y la interactividad cultural de las civilizaciones y avanzó con el rigor implacable del exterminio de las razas nativas.

*          *          *

 Fuentes:
* Teresa Piossek Prebisch: “Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas. 1543-1546”. 1995
* Teresa Piossek Prebisch: “Pedro Bohorquez, el Inca del Tucumán. 1656-1659”. Ediciones Magna Publicaciones. 1999.
* Octavio Paz: “Tiempo Nublado”.
* Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
* Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
* Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
* Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
* Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina 


(c) Hugo Morales Solá

lunes, 12 de septiembre de 2011

Amaicha del Valle: historia de una auténtica comunidad indígena - Parte II

El rito profundo de la Pachamama

Todo empezaba el primer día de agosto. En el primer amanecer del mes de la transición del invierno hacia la primavera, comenzaba el despertar de la religiosidad amaicha que despertará después el sueño de la naturaleza en un ardor de reverdeceres, mientras el sol volverá a dar la vida sobre la tierra yerma de la estación del frío. Con las primeras luces del día, el sacerdote de la tribu -el chamán- reunía al cacique, los ancianos y al pueblo, en general, para comenzar el ritual a orillas de un pozo abierto en la tierra, como un gran vientre de la Pacha, que recibiría todas las ofrendas que simbolizaban los ruegos y cada una de las intenciones que llevaban los hombres y mujeres del pueblo. El hechicero se arrodillaba lentamente sobre el agujero de la tierra y abría un saco de piel de guanaco. Detrás de él, los hombres y mujeres que lo acompañaban por varias decenas obedecían igualmente el gesto de reverencia del mediador entre ellos y los dioses, mientras cantaban a media voz una copla ritual al ritmo monocorde de una caja circular de cuero. Primero, sacaba unas vasijas repletas de granos de maíz y las esparcía adentro del pozo. Después, espolvoreaba con ají molido e inmediatamente vaciaba otro recipiente de barro en el que había traído chicha que ofrecía del mismo modo a la diosa madre. Traía también pétalos de pequeñas flores del valle para entregarlos a la ceremonia religiosa. Todos los movimientos del sacerdote eran pausados y perfectamente diagramados por una liturgia ancestral, que la historia traería hasta nosotros por encima de los siglos, del exterminio de la raza y de la extinción cultural. A veces, se paraba y bailaba alrededor del agujero en súplicas casi incomprensibles y luego volvía a caer de rodillas y continuaba depositando las ofrendas en la tierra. Rociaba después el interior del pozo con hojas de coca picada, estiércol molido y perfumes que olían al venerable incienso de su credo nativo. Por fin, daba las últimas pitadas a una suerte de pipa natural, hecha con la madera de la raíz de un algarrobo, y la tiraba también a las fauces de la tierra, luego de lo cual se ponía nuevamente de pie, daba media vuelta y miraba a su feligresía: lanzaba sobre ella un poco del humo que guardaba todavía en el cuenco de su boca, volvía otra vez sobre el ofertorio que yacía a sus pies y exhalaba el último resto de humo que quedaba adentro de sus labios. Entonces sí, dejaba la última ofrenda: su mano buscaba una ramita de ruda macho, debajo de la piel de llama que lo abrigaba y envolvía de cuerpo entero y la colocaba encima de todo lo que había dejado durante el rito. Uno por uno, los fieles que lo seguían iban depositando igualmente las mismas hojas y ramas que transmitían salud y buena cosecha, que esperaban para el verano. Tapaban, después, el pozo con la tierra que lo habían abierto. Ese agujero sagrado era -es- un tajo en el cuerpo mismo del dios vivo de la Pachamama para que la ofrenda sea, en realidad, una devolución de todo lo que ella da con generosidad para permitir la subsistencia. Pero en su cuerpo, la gran madre alberga también los dolores, el sufrimiento y la muerte, porque de ella vendrá de nuevo la vida. El hoyo ritual es, en verdad, un camino para llegar a su corazón. La luz de la luna y el ritmo de los sicus y ocarinas de los hechiceros, pontífices entre el pueblo y los dioses, era el medio ambiente propicio para iniciar igualmente las danzas ceremoniales antes de las siembras, como ceremonia de preparación para las cosechas y sobre todo como una súplica de triunfo en la vigilia de alguna guerra. El carnaval que se celebra todavía en Amaicha del Valle reproduce mucho de aquellos rituales, ceremonias y danzas religiosas a la madre tierra, con el mismo espíritu que atravesó los siglos. La presencia de las copleras da, por supuesto, el marco espiritual de mayor devoción por esos días, que reproduce del mismo modo las ceremonias de agosto. Pero en febrero, un desfile de carrozas engalana el clima festivo, donde llega la nueva Pachamama que se renueva cada año, representada por una anciana de la comunidad de los amaicheños, muy diferente de la mujer joven y voluminosa que simboliza a la madre tierra en el resto de los pueblos indígenas de la zona. Atrás viene el burro del Pujllay, un anciano alegre que encarna al espíritu astuto y sagaz del carnaval, como si viniese, en efecto, del mítico antigal, donde descansan los huesos de la gente mala y pecadora de los tiempos inmemoriales, sobre quienes cayó el diluvio como castigo. 

El arte

Esa elevada espiritualidad de los amaichas fue precisamente la que infiltró todo su arte hasta orientarlo hacia los dioses como nuevas expresiones de sus rogativas a los cielos, para saciar sus necesidades de la dura subsistencia en esa tierra árida, seca y rocosa. La cerámica, por ejemplo, es una evidencia clara de esta verdad tan rotunda como su obra, atravesada de creatividad e imaginación para reflejar allí los contornos de los dioses y de los animales que servían para elevar sus impetraciones. Los colores, las formas, la perfección de su alfarería como de la metalurgia magnetizaron siempre la mirada de los investigadores, quienes coincidieron unánimemente en calificarla como la más resplandeciente de la región calchaquí. Otra obra perfeccionada por las mujeres amaichas fue el arte de tejer con las lanas que hilaban y ovillaban de las llamas que criaban. Después, con la presencia española, agregaron rebaños de ovejas. Este arte tan típico de este pueblo exigió de la creación del telar amaicheño, diferenciado de los demás por su posición vertical donde tejían mantas, pullos y otros abrigos para su gente. Los tejedores, hilanderas y ovilladoras fueron haciéndose a sí mismos por el paso de los siglos y las generaciones para repetir hoy la misma técnica ancestral. 

La llegada de los incas 

Hasta 1480, el límite sur del imperio de los incas eran las alturas de la puna boliviana, en el corazón de la cultura Tiahuanaco. Pero la tentación del emperador Tupac Yupanqui de ampliar esa frontera de dominación para anexar regiones importantes de yacimientos de metales preciosos fue más fuerte que las advertencias de los adelantados imperiales sobre la naturaleza aguerrida y belicosa de los pueblos de la zona de los valles que se extendían desde el Abra del Acay hacia abajo. Y, en verdad, la marcha de los ejércitos incas intimidó cuando llegaron a estas tierras. Algunas de las comunidades del gran cañón de los valles calchaquíes se resistieron más que otras, sus pucarás fueron incluso fortificados en esa época de avance inca por los valles del río Chicoana, al cual después del paso del invasor se lo conocería como Calchaquí, que en quechua quiere decir precisamente “tierra arrasada”, y el Quiri-Quiri, nombre original del Yocavil, rebautizado después como Santa María por el español. 
Pero, en realidad, el peso aplastante de las tropas imperiales los amedrentaba y empequeñecía. Poca resistencia podían oponer pueblos ciertamente pequeños, divididos entre sí y sin tiempo para reaccionar detrás de una estrategia común que los uniese para practicar una defensa fuerte y a la altura de la potencia del invasor. Esa experiencia atroz y asimétrica les servirá, de todos modos, para intentar definitivamente la unión entre ellos cuando llegase el otro invasor, más peligroso que el que ahora pisaba su tierra y la de sus padres e igualmente la asolaba. Lo cierto fue que el avance de la ocupación inca en la zona calchaquí fue arrollador. La superioridad numérica y la promoción de su poder militar invencible, inoculado sobre las conciencias de los calchaquíes por los orejones de rey, una suerte de adelantados a la invasión que anunciaba el desastre y la tragedia para los pueblos que se rebelasen a su paso. Todo eso fue el motor real de la dominación por encima, incluso, del ejercicio efectivo de la potencia bélica sobre estas poblaciones. 
 Desde la mirada de las comunidades de estos valles, estos hombres, capaces de dominarlos, eran ciertamente poderosos. Es cierto que hubo intentos individuales, y hasta la reedición de las confederaciones de los pueblos naturales de la zona, para resistir con violencia a la llegada de los ejércitos incas. Es cierto, en definitiva, que al poder incaico no le resultó fácil esta conquista en el extremo sur del imperio. No fue, en suma, una estrategia de dominación que se aplicó con la rutina de otras regiones. Pero, en primer lugar, la que llegaba a los valles del noroeste era una nación de la misma raza y de la misma sangre originaria que la de los amaichas, que había llegado de la misma tierra, aunque lejana, para extender su señorío sobre su gente y su territorio. Además, cuando resistían luchaban contra armas que no eran más poderosas y capaces de matar que las suyas. Sin embargo, eligieron finalmente la paz antes que rebelarse indefinida e inútilmente a su autoridad y se sometieron. Se trató, en definitiva, de un choque de naciones y de razas iguales entre sí. Básicamente, fue un conflicto entre pares, aunque mostró, claro está, el desarrollo más avanzado de una cultura sobre otra, pero sobre un piso de inteligencia común, cuyas diferencias nunca llegaron a plantear la magnitud de una confrontación entre dos mundos absolutamente diversos, donde uno dominaba por el progreso ostensible de su ciencia y su conciencia sobre el otro. Eso pertenecía a una historia que se escribiría más tarde. 

Un cambio de época

 De todos modos, la historia de los amaichas, en particular, y de los diaguitas, en general, cambió rotundamente. Con la llegada del inca invasor, llegó otro tiempo, otra convivencia, nuevos códigos culturales y, en suma, una nueva existencia amanecía en el valle inmemorial del Yocavil. Después que cayó Chicoana, en la puerta norte del valle Calchaquí, la suerte de todos los pueblos vallistos estuvo echada. Luego de la aridez mortal del altiplano, el Abra del Acay separaba -separa- generosamente las montañas hasta las profundidades del valle del Chicoana, y un poco más abajo, se levantaba la gran ciudad de piedra, cuyos campos fértiles y la ubicación geopolítica ideal atrajo con avidez el interés de los incas. Desde allí, en efecto, el imperio controlaría casi todo el Kollasuyu y ramificaría las rutas secundarias de su extensa red caminera hacia la expansión del Tahuantinsuyu por el sur del continente. 
 Si esta capital ya estaba en manos de los incas, Tolombón, la población más importante del Quiri-Quiri, al sur de Chicoana, sería el próximo bocado importante en los planes de la conquista. Y si caían estas grandes ciudades vallistas, capitales de las dos nuevas provincias que se anexaban a la provincia del Kollasuyu, ¿tenía sentido resistir el avance inexorable del imperio? Salvo casos excepcionales, los pueblos calchaquíes se fueron sometiendo irremediablemente al poder de Tupac Yupanqui. Pero a este emperador indígena le atraían sobre todo los grandes yacimientos de oro y plata que dormían en las profundidades de las montañas de los valles al sur del Collasuyu y los hombres de aquellas tierras para que entregaran la mano de obra esclavizada a los pies del yugo imperial. Por eso, permitió preservar las identidades de cada comunidad sojuzgada, aunque impuso, eso sí, el quechua como lengua oficial del imperio con la intención de que sirviese como una herramienta más de dominación. 
 Los pueblos sometidos del Calchaquí debieron crear una rigurosa cultura tributaria, ya que el delegado local del Inca, recaudaba implacablemente los impuestos que debían rendir con una cuota parte de todas sus actividades productivas. Mientras el tributo se cumplía normalmente, la vida de la comunidad podía transcurrir con igual normalidad, casi como en los tiempos previos a la llegada del conquistador del Cuzco. Lentamente, sin embargo, el pueblo fue construyendo una nueva rutina para sus días. No eran los mismos, por supuesto. Ahora debían trabajar para ellos y para el ocupante extranjero: debían buscar los metales preciosos o abrir y mantener los caminos del incario, por donde los ejércitos sumaban nuevos territorios para el emperador. Pero la nueva realidad trajo un beneficio nuevo: los pueblos del valle estaban atados ahora por el cordón imperial al trono de Tupac Yupanqui y, si bien la ocupación no había sido tan cruenta como pronosticaban los orejones del rey, no se permitiría ningún movimiento de sublevación entre ellos. El imperio del miedo favoreció, de paso, la paz entre estas comunidades, porque cualquier enfrentamiento entre sí podía ser visto como un intento levantisco en contra del gran Inca.

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 Fuentes:
* Teresa Piossek Prebisch: “Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas. 1543-1546”. 1995
* Teresa Piossek Prebisch: “Pedro Bohorquez, el Inca del Tucumán. 1656-1659”. Ediciones Magna Publicaciones. 1999.
* Octavio Paz: “Tiempo Nublado”.
* Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
* Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
* Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
* Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
* Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina 

(c) Hugo Morales Solá

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...